Normalmente las columnas de opinión se levantan a través de dudas -las certezas encuentran terreno más fértil en ensayos o enciclopedias-, pero cuando lo que asoma es nuestra querida España, esa España nuestra, se impone una realidad claustrofóbica que sólo alcanza a pronunciar sentencias firmes, juicios sin réplicas, que no certezas. España siempre ha tenido una relación poco delicada con su memoria; desafortunadamente estamos compuestos de ella, para bien o para mal, y su manipulación acaba por definirnos. Somos el uso que le damos a nuestro pasado y cómo lo articulamos en el presente nos explica con más matices de los deseados. La memoria es para la diminuta España como aquella atracción de feria del tren de la bruja: se sube, le produce vértigo, pero también morbillo, y no hay nada que le haga más feliz que robarle su pobre arma a esa anciana generalmente travestida. Aquí sólo se recuerda desde el pavor o el ridículo, nunca a través de la genialidad o el compromiso; pocos recuerdan más de dos títulos de Fernán Gómez o Fernando Arrabal, ahora bien, quién no recuerda con exactitud sus pataleos en televisión. Y es que verdaderamente es para mandar todo a la mierda.

Somos un país exhibicionista y pudoroso, acomplejado y fanfarrón, intruso e irreprochable, sólo en estos casos nos gusta vivir en los extremos, en la injustificación, pero en ninguno más, no. A un país lo explican sus poetas (vaya, ya estamos otra vez), sin embargo a veces dudo de si el ninguneo es síntoma de lo absurdo de este lugar (o marca) o de lo avanzado que está. Que la muerte de un poeta como Juan Luis Panero haya tenido un eco tan nulo explica el vacío que padecemos, responsabilidad también de los propios poetas que han olvidado su misión entre retransmisiones de Champions y cenas, y así quién después es el guapo que va a levantar la voz (siento lo de guapo). A los Panero se les recordará por la inolvidable película de Jaime Chávarri (ya suficientemente destripada y festejada), que acabó siendo contraproducente, como casi todo lo sublime que ocurre por estos lares. Los Panero -especialmente Leopoldo María- han acabado siendo una caricatura de sí mismos para un público absurdo más interesado en atender a las cocacolas que un enfermo consume de forma convulsa que a su magnífico legado. Un incomprensible fenómeno fan con una base intelectual cercana al de Justin Bieber (recuerdo en Sevilla a una chica guardando una lata a medio beber en el bolso). Penoso era ver cómo se arrastraba a un Leopoldo demasiado enfermo por los festivales de media España mientras los aprendices tomaban nota de posturas y tormentos, la incomprensión se paga cara; ya lo escribió su padre, también notable poeta: «todo mi corazón piedad se hace / al abrirse tus puertas lastimeras». Con Leopoldo María Panero nació la autocompasión en España, canción del verano y parte del invierno, mezclada con la indulgencia, que ha florecido tanto como los resorts en Levante; pero como flotamos en la contradicción, tampoco se entiende un poeta sin el abismo contenido, sin la dicha del extremo y las reverencias al placer celestial que esconden principalmente los cuerpos. Sin cursis ni fantasmas.

Luis Cernuda fue un español sin ganas («que vive como puede bien lejos de su tierra, sin pesar ni nostalgia») y tuvo que morir en México; igual que Alfonso Costafreda que era un español sin ganas que tuvo que matarse en Ginebra («forzar la trampa que yo mismo he urdido»), o Jaime Gil de Biedma al que no le quedó más remedio que hacerlo por aquí («visibles y lejanas permanecen intactas las afueras») aunque no le faltaron las ganas de otra cosa, y cualquiera con dos dedos de frente (por cierto, a mí me encantó la película de Sigfrid Monleón). Quién no querría independizarse hoy de un lugar dirigido por ineptos, cualidad sine qua non para ser respetado. Ahora saltará algún espécimen bravucón gritando que nos marchemos, que nada nos retiene, que esta patria es para los que la quieren. Y viva España, coño. Y es que se hace insoportable tener que explicarlo todo.

Lo peor que le puede pasar a un poeta en este estado es tener lectores. Especifico: lo peor que le puede pasar a un poeta español en este estado es tener lectores. Aznar se declaraba profundo amante de la poesía, presumía de leer a Cernuda o Gamoneda, y uno se pregunta qué entendió de todo esto, o si sólo buscaba llevarle la contra sobre todo al primero. Si era esto último desde luego acertó de pleno, pero no me lo imagino tan fino y sutil como para buscar estrategias desde la negación de la poesía. La poesía es una trampa, y para eso fue creada, para no aceptar los imperativos del vacío que impone la realidad. Como indicó M. H. Abrahms: «El poeta ve lo que no ha logrado ver, o ya no ve lo que vio una vez, o ve lo que vio antes de una manera nueva». Eso es, una nueva visión depurada que nos enfrente de una vez a los sobrealimentados de corsé, una reorientación que nos imponga la tarea antes de la salida. «Maldigo este destino / insignificante y atroz», destino que poco ha variado desde Costafreda...

Ay España, «si no fueses tan puta». [...]