Hay ideas de todas clases; ideas buenas, geniales, absurdas.... y también malas ideas. Ese tipo, Gustavo nosequé. Gigantesco. Barbudo. Quizás fuera francés o simplemente imitaba el acento. Su piso era enorme, repleto de antigüedades. Vestía con elegancia, la ropa quizá algo anticuada.

Gustavo era un anarquista. O algo así. Estuvo un buen rato explicándome sus ideas filosóficas pero, qué puedo decir; aún tengo pendiente la marquetería de EGB.

Lo cierto es que sus ideas le llevaron a volar por los aires la estatua del Marqués de Larios, símbolo de «la opresión decimonónica sobre la clase obrera, de las cadenas del latifundio y la ignorancia obligatoria». La broma le costó la cárcel. Y la responsabilidad civil. Cuando me dijo la cifra casi me atraganto con la tarta de zanahoria (la hacía él mismo, deliciosa). «En otro momento», me dijo, «hubiera sido capaz de abonar dicha cantidad», pero sus fondos volaron, invertidos en drogas, alcohol y señoritas. Lo normal.

Tenía un plan: el Museo Tyson inauguraba una exposición temporal; pintores cuyos nombres no había oído en mi vida. Según Gustavo, aquellos cuadros valían un fortuna. Me preguntó si estaría interesado en colaborar en su «sustracción».

Ah, olvidé presentarme. Me llamo Claudio. Me encanta vivir bien, merendar en el campo, etc. Sucumbí a la cleptomanía bancaria. Problema: me dan miedo los coches rápidos. De manera que huimos del banco aquella vez y no dejé que el conductor pasara de sesenta. No veas qué pesado se puso en la cárcel. La condena se me hizo larguísima.

Acepté. Gustavo me peguntó si sabía de alguien que pudiera colaborar en el asunto. Dados mis antecedentes, no hay muchos «profesionales» que quieran juntarse conmigo. Pero siempre está Vicente. Menudo personaje. La última vez que le detuvieron, intentando meter mano a una cajera de supermercado, cuando el juez le preguntó cómo se declaraba, sacó una navaja de vete a saber dónde y se cortó una oreja allí mismo. La cogió del suelo, ante el horror de los allí presentes, se la acercó a la boca y gritó: «INOCENTE». Estuvo aparcando coches en el Hospital Civil, pero el psiquiatra debió hartarse de que viera girasoles en los tests de Rorschach, porque un día se plantó en mi casa, se acopló en el sofá y desde entonces. Es un buen chófer. Ponle AC/DC a tope y se centra.

Gustavo tenía un amigo igual de pedante que él, Fernando. Aseguraba tener los planos del sistema de seguridad del Museo. Nos trajo algo ininteligible, un puñetero cuadro abstracto. «Pues claro» voceó «es mi visión personal del sistema». Gustavo se chupaba la gafapasta y asentía.

Fuera de petulandia, tenía que presentarme ante mi agente de la condicional. Un tipo listo. Me pilló en el Museo, estudiando los accesos: «¿Vas a robar aquí verdad?». No podía probarlo, pero un informe negativo suyo me devolvería a Alhaurín. Le ofrecí una tajada. Estaba harto de la hipoteca; aceptó. Lo malo fue que Vicente me vio con él. Le entró la paranoia, que si yo era un confidente, que iba a hablar con Gustavo para dejarme fuera... le tuve que pegar un tiro, como comprenderéis. Tardó dos días en morirse, no me jeringues. Dejé la pistola en su pecho para que pareciera un suicidio.

Cuando volví a su casa, Gustavo estaba exultante; resultaba que el director del museo había desaparecido y la Baronesa le había ofrecido el cargo. Verás. Seguro que era eso a lo que se dedicaba Vicente cuando decía que salía a mirar los campos de trigo y los cuervos. Ese era el verdadero plan: buscarle un Vicente. Lo del robo, paparruchas.

Con el sueldo, Gustavo podría pagar la estatua. Ya sólo faltaba atar los «cabos sueltos». Me agarró del cuello con su fuerza descomunal. Yo había desenvainado mi navaja de Boy Scout cuando se desplomó como un armario repleto. No sé qué le dio; tenía el hígado como una pelota de baloncesto. Metí todas las antigüedades que pude en sacos y me largué.

El de la condicional acabó en el maletero de un supermirafiori. La exposición transcurrió sin problemas. De vez en cuando, me topo con Fernando, vendiendo sus cuadros de m... junto a la catedral. Me mira, y yo a él. Y siempre ando pensando si la próxima vez que me lo encuentre le echaré un euro o le meteré una bala en ese presuntuoso cerebro lleno de rayitas.

Ahí está la diferencia entre una buena o una mala idea.