Mirar al mundo con los ojos de Alice Munro debede ser fascinante. Pensar el mundo con la mirada de esta canadiense, un privilegio reservado para unos elegidos, los mismos que se resisten a caer en la red de las evidencias y que apuestan por calibrar la realidad con la palabra y su ejercicio. Ayer, jueves 10 de octubre, la Academia Sueca decidió otorgar el premio Nobel de literatura a Alice Munro, considerándola «maestra del relato corto», un lema que la ha llevado a ser comparada con Chejov, semejanza que suele repetirse entre otras tantas autoras del género breve, como la neozelandesa Katherine Mansfield. Especie de respuesta natural similar a la celebración que implica que se lo concedan a una mujer, lo que me lleva a pensar, una vez más, sobre lo que queda por edificar dentro de la tradición literaria, rasgo, el aplauso a su condición de mujer, de una sociedad faloliteraria que discrimina a las escritoras porque se las trata como a un grupo carente de individualidades. Ya se sabe, el varón escribe para la condición humana, la mujer para otras como ella. Suerte de mito de Sísifo de la práctica literaria. En la escena nacional, las editoriales Lumen y RBA -primordialmente la primera que ha apostado de forma descarada por el talento de Munro-, sin olvidarme de Debolsillo, están de enhorabuena. En el presente año, Lumen ha publicado Mi vida querida, una colección de relatos cortos que junto con el resto de títulos disponibles en el catálogo de la editorial, Demasiada felicidad (2010) y la novela La vida de las mujeres (2011), sirve de reflejo perfecto de la poética de Alice Munro, una de las autoras de obra más audaces y original. Su trayectoria narrativa se inicia desde el ámbito privado -el doméstico, el íntimo- para abrazar, como un imparable torbellino de ideas que todo arrastra, lo político; en cierto modo, ese querer alcanzar desde lo ínfimo, el mismo mundo, desde un aliento literario apenas provisto de bagajes y tempestades, recuerda a lo que las integrantes de la narrativa contemporánea de la concienciación, en su mayoría autoras europeas como Christa Wolf o Doris Lessing, promulgaban y defendían: «Nada es sólo personal».

Ese aliento ha ido creciendo gracias a una forma única de entender al ser humano, manera que la ha llevado a auscultar las relaciones interpersonales con tal precisión y contundencia que ha cautivado a miles de lectores sedientos de honestidad literaria. Con una sensibilidad medida, a ratos huidiza, pero siempre distanciada de un maniqueísmo absurdo que sólo adocena, Munro ofrece una visión del mundo desde la periferia y la fragilidad. Desde el instante que precede a la fractura. Conceptos que hacen de su narrativa una experiencia lectora fascinante, singular. Justo como la vida, a la que la autora se entregó hace tiempo para, justamente, vivir y escribir. O escribir y vivir. ¿Acaso hay diferencia?