Es bien conocida la anécdota de Oscar Wilde en su lecho de muerte cuando con la mirada fija hacia la pared del dormitorio exclamó: «o se va ese papel pintado o me voy yo». Desde entonces el grueso de la literatura se ha dedicado a arañar, con distinto éxito, ese papel pintado, a escupir sobre él, a huir de él; siempre por turnos: primero mujeres y niños (poemas y cuentos), después los caballeros y la tripulación (ensayo y algunas novelas), lo que prosigue ya se sabe de sobra, muy pocos botes para tanta gente y los genios incomprendidos que dejan un precioso cadáver y blablabla, pero vamos a lo importante, señores: la mayoría palma (entiéndase, seis euros la hora bajo el traje verde pistacho de la inmobiliaria y agradecido, ni una mancha en el expediente, y ahora tu cuñado te pide un pequeño préstamo para hacerse unos retoques o para la comunión de la niña -con los misterios que aguarda el fondo del mar, hombre).

Cuando la guerra con el papel sigue en vilo queda lecho, y el lecho cambia la muerte por el placer, valga la redundancia de cada cual. La existencia, desde el amor a la muerte, es obsesión, y de la obsesión y sólo de ella -ya lo dije por aquí alguna vez, y ya lo dijeron otros antes, pero se me antoja necesario insistir e insistir- nacen los trabajos definitivos, el porqué del arte y de la charcutería, qué complejidad. Mick Jagger le pidió a Camarón que le regalara los calzoncillos para llegar a alcanzar su voz y su ángel (sin ele sería), a falta de algo mejor, imagino, y entonces la leyenda siguió su camino. Los calzoncillos usados de Camarón son el mosaico definitivo al que aspira el papel pintado para que los tabiques no se vengan abajo, para que nuestro techo aspire a algo más que a un cuarto oscuro abandonado hace mucho tiempo y que nadie limpió, parecido al que trata Isaac Rosa en su última novela.

No sé si Bosie o Keith Richards estarían de acuerdo, pero a quién le importa ya lo que diga el bueno de Richards, y Bosie fue más de recibir órdenes. Todo lo que se paraliza pierde fluidez y eso explica nuestra situación actual. La literatura (y otras ramas aún más cargadas) se ahogaron cuando trataron de imponerse como artefacto, como amenaza al FMI, ay dios, y ahí la jodimos. Para Keats la poesía era un hermoso exceso; para Hölderlin, el vaso sagrado en el que el vino de la vida se conserva, y no hay posibilidad de más porque no existe una planta superior, ni falta que hace.

Algo cercano apunta Emilio Trigueros en su reciente y necesario artículo, El papanatismo tecnológico, donde recuerda la justificada cita de Stendhal que sostenía que la política en la novela es «como un pistoletazo en mitad de un concierto», al final todo se reduce a -como indica el autor- «poder hacer mejor de vez en cuando un lugar en el mundo, y que baste el encanto». La destrucción del preciosismo como lugar y función criminal ante la mediocridad impuesta ha paralizado los ejes de los más elementales impulsos bajo la dictadura endogámica. Es hora de dejar de cuestionar la salud de la cultura y su rentabilidad o impacto, cuando para la verdadera cultura la salud o la rentabilidad ha sido siempre lo de menos; es hora de dejar las cenas subvencionadas y las friegas en grupo, ya se recordó también por aquí: la endogamia sólo produce perros de raza y niños tontos, y en la evacuación los perros son directamente sacrificados.

Hay algo que se paralizó con la muerte de Cocteau o Camarón; éste último coincide sobre todo en fecha: verano del noventa y dos, fecha que supuso el inicio de la era devastadora de la que ahora estamos saliendo (oye, hay días que uno se levanta optimista), esta era ha sido infectada por la obediencia extrema a la rentabilidad y a la tradición mal entendida. El mundo te gritaba «imbécil, sal de ahí y corre a los 2000 limpios al mes, a la hipoteca y al altar, sino te pudrirás sólo ahí sentado». Acertó en lo de podrirse pero se equivocó en lo de la soledad, mala surte. Desde la obediencia hemos levantado ciudades rentables donde se cierran cines y se restauran iglesias desde donde periódicamente los fieles dan su donativo a los necesitados mientras que en el bar piden mano dura con la inmigración. Qué asco de misión en el mundo nos ha encomendado el altísimo.

Decía Cocteau: «El papel de los niños, de los poetas y de los héroes consiste en desobedecer las órdenes. Si no obedecéis a la orden de desobedecer, permaneceréis esclavos del dos y dos son cuatro, que hace reír a mis ángeles, y no podréis ser uno de los obreros del templo, sino únicamente construir uno de esos cuarteles en los que viven los muertos».

Nos hemos muerto sin saberlo y sin atender al papel pintado, hemos sido esclavos de otra cosa más torpe aún, por suerte de la poesía se vive y si tú eres de esos seres complicados que se relamen las entrañas para no caer en el canon de lo establecido e impuesto, entonces eres un jodido poeta. Bravo por ti. Y mi pésame de paso. «Cuando pase sobre el puente, / no es el agua la que corre sino el puente», escribió hace tiempo el imprescindible Antonio Colinas, y en ese puente estamos, ahí se resiste, vaya vistas...Madrid es la capital de este síntoma enfermo, ahora impiden tocar a los músicos en la calle mientras avalan a que los compradores de oro te paren cada dos metros; o que desde los bares, chicos que parecen puestos de speed, te griten el menú precocinado desde la otra acera mientras la guía amplificada enseña los encantos cada vez más ocultos de la ciudad; o como pasó hace pocos días cuando cortaron desde las once de la mañana la cava baja (al lado de la Plaza Mayor) porque un alto cargo austriaco iba a comerse unos huevos fritos en el restaurante Lucio.

Revisaron papeleras y alcantarillas y cortaron la calle al tráfico para que el primer ministro degustara los huevos más famosos de Madrid, los de Poli Diaz son los siguientes. Somos esa yema que le chorrea al austriaco mientras fuera le esperan sus tres coches oficiales para llevárselo a Barajas, qué pena que no le den un paseíto por la Cañada Real, allí hay unas vistas preciosas a la capital. Somos esa mancha de yema mientras que no pase algo, esa a la que nunca matará un papel pintado, esa que nunca chupará las gomas de los calzoncillos de Camarón. Esa mancha que evita los expedientes, hasta ser mero expediente.