Día sí y día también me cruzo con los cabecillas de la conferencia episcopal, esos señores situados al borde de la muerte y que ya han adoptado al milímetro su rostro, su sexo y su mala fe, esos señores a los que estamos acostumbrados a oírles hablar del prójimo (tú o yo) sin mucho cariño. ¿son prójimos Paco Clavel, Ada Colau, José Luis Rodríguez Zapatero o Albert Pla? Parece que sí.

Día sí y día también me cruzo muy temprano con ellos por el centro de Madrid. Así de afortunados somos. Ellos me miran como si acabase de salir de un after, aunque dudo si son más partidarios de estos que de la universidad pública hacia donde me dirijo a trabajar; yo les miro como si hubiesen pasado una noche loca, quizá de after, he visto hombres con faldas más discretas allí, Dios mediante. Nos cruzamos. Ni buenos días, ni ¿tienes algún contacto?, ni vaya con Dios.

Silencio. Silencio y buena compaña, aquí parece que la presencia del altísimo no es suficiente y nunca está de más el suplemento de un par de chavales con los tríceps a prueba de hostias, al cielo se llega mejor con un buen tren superior.

Este lunes me atreví, me santigüé y no perdí mi ocasión matutina para obsequiar a ese famoso señor que defiende la vida de lo que no existe para asfixiar a los que estamos aquí con la última novela de Manuel Vilas. Ni que Dios le pague, ni vaya con Dios. Y Vilas habla con Dios y parece que viceversa, pero ni con esas. Silencio. Pobre silencio. Hubo un tiempo de felicidad para el silencio. Hubo un tiempo donde el silencio era la hora punta de los tímidos, su duty free. Hubo un tiempo en que los tímidos como yo eran respetados y no tenían que ir regalando novelas o escribir artículos o poemas para decir las cosas, hubo un tiempo en que los tímidos sin decir ni «mu» recibían el beneficio de la duda celestial y genial, y si ese silencio iba acompañado de una chaqueta Merc o de una barba de tres dedos ahí habitaba un genio, un incomprendido, «no se lo tengas en cuenta, es así», susurraría alguien exculpando su enésimo desaire, o «ha desaparecido un rato, ya sabes cómo es». Creo que fue Camarón quien con su timidez vislumbró el mundo de los parcos en palabras, Fernando Vacas me contaba que un conocido nuestro presumía que su novia era tan callada...como Camarón.

Poesía

La poesía mitificó el silencio y lo exprimió hasta que ésta gimió de dolor, crujió de hartazgo de ser acosada por tantos torpes amantes clamando por la desproporción y la justicia poética o divina (ya les paso la calle de mis mañanas por privado). Las películas de Béla Tarr le pusieron al silencio el cuerpo de Shaquille O´neal, y el director Derek Jarman vistió a ese cuerpo de pecado, y vuelta al after, al que quede abierto, todo para volver al alba, y nada.

Ay Dios, las modas cambian hasta para los genios y todo esto se vino abajo, con lo que costó hacerse el cuerpo y ahora los tímidos son unos intrusos, cuando no cabrones. Y, ojo, no lo digo yo, para Leopardi los tímidos «no tienen menos amor propio que los arrogantes. Acaso tengan más o, si se quiere ver de otra manera, más sensitivo. Por eso es por lo que temen y se guardan no zaherir a los demás; no porque la estima que sientan hacia ellos sea mayor que la sentida hacia los insolentes y los osados, sino para evitar las propias heridas, tendiendo en cuanta el extremado dolor que reciben con cada ofensa». Ya nadie quiere ser tímido: Rouco no calla ni en misa, y Albert Pla se adelanta a todos, ahora quién es el guapo que traga saliva cuando hay un mundo esperando tus salpicones.

Porque yo sé que tú sientes asco de quien no sienta asco hoy de ser español o ruso o marroquí o italiano o... Siento asco de vivir en un país dirigido por gente que siente un profundo desprecio (peor que el asco) por todo lo que yo admiro o considero. Siento tanto asco por eso como furor por imaginarme en el desierto de Tabernas, o en el restaurante Sur de Estepona, con los cuentos de Eloy Tizón, los poemas de Chantal Maillard o Vicente Gallego, o con los que luchan cara a cara contra la aberración de los que nos trituran el futuro. Pero yo soy tímido.

Yo soy tímido, no a través de Camarón, ya me gustaría, sino a través de una clase política que me enseñó que la timidez era la mejor autopista para alejarse de ellos. Soy tímido porque tengo que vivir en una ciudad donde ponen nombres de empresas telefónicas a mi ruta de cada mañana (como ya sabes las uvas las tomas este año en Vodafone, no en Sol). En un país con un presidente al que parece que siempre le está cayendo chiribiri en la cara, y que con esa misma jeta se permite despreciar a investigadores, catedráticos, trabajadores sociales, cirujanos...porque vamos a morir, porque si usted, señor votante, necesita un trasplante de médula vaya ahorrando porque aquí se va a morir.

Uno es tímido porque ha aprendido que la gente charlatana en la cama tampoco callan, y así imagínate el plan. Soy tímido por intruso y cabrón entre los tímidos.

La literatura de los que no pretenden hacer ruido también esconde algo de timidez que cuando se traza con la buena literatura roza entonces el aura de la genialidad y empiezan a pegar berridos. Hace poco días coincidía con mi colega Justo Sotelo, que acaba de publicar el primer ensayo sobre Murakami que se publica en España. Justo es un ocioso -tímido- charlatán con un parecido físico a Bolaño y narrativo a Pynchon; para los que nunca nos hemos asomado con entusiasmo al japonés más vendido y traducido del mundo, este trabajo de Sotelo es la mejor guía para los mundos posibles de la extrema ficción.

Sobre él ha escrito Antonio Garrido Domínguez que «al margen de otras consideraciones, el trabajo de Justo Sotelo pone ante todo de manifiesto el valor de las ideas para el estudio de la literatura y cómo, lejos de desvirtuar su vivencia, ayudan a profundizar en el conocimiento de las singularidades que le son propias». Las singularidades abusan del silencio. Hay que infringir la ley del silencio, sin permiso de Marlon Brando.

Pasar la vida como bailarines que escapan de esta realidad absurda con el giro más elegante; escribía Ígor Stravinski que «el bailarín es un orador que habla un lenguaje mudo», ahora que nos han partido la tibia habrá que conservar el paladar para no perder el equilibrio y el asco de pertenecer a una provincia como Málaga donde la familia de una menor transexual de seis años que acude al colegio San Patricio tiene que soportar la humillación del obispado que niega su identidad y, por lo tanto, su existencia; como dijo un oficial francés, «la guerra es demasiado seria para dejarla en manos de militares», mientras que estos señores -todos- no abandonen la educación y la política no seremos un lugar digno; somos, con Irlanda, los últimos que quedamos en librarnos de ellos de una vez y para siempre, antes de que sea demasiado tarde.

Clamaba el poeta René Char: «Pudiera la vida no ser más que un dormir desengañado». Y la vida sigue con el chiribiri en la cara, sin encoger los hombros, no es ni mucho menos así, no. Es totalmente diferente.