Para evaluar el recorrido del programa artístico del Museo Picasso de Málaga entiendo que hay que partir del presupuesto fundacional que, precisamente, le da nombre: es un museo dedicado a la figura de un artista concreto y su línea de trabajo queda indefectiblemente acotada por ello. No estamos, pues, hablando de un centro de arte contemporáneo, sino de un museo monográfico. Ahora bien, dada esta condición, el planteamiento museográfico y expositivo puede ser interpretado de muy diversas formas, y es aquí donde entran en juego las expectativas, capacidades y amplitud de miras de los discursos que, desde el papel de la dirección artística de la institución, sean orquestados para explicitarse en la serie de contenidos programados. Es en este sentido que, si pienso en el recorrido del museo durante estos diez años, sin duda encuentro un punto de inflexión muy definitorio: el comienzo de su dirección artística por parte de José Lebrero a finales de 2009. Dentro de unos días el director dará una conferencia en Tánger cuyo título viene, en mi opinión, a definir la actitud y posicionamiento ético-profesional de su labor: «¿Para qué sirve un museo?». Asumiendo un presupuesto de gastos en plena recesión por la crisis, su trabajo ha demostrado que la calidad no depende exclusivamente de grandes dispendios económicos, sino de una gestión fruto de una dilatada experiencia marcada por la reflexión profunda acerca de qué es y qué función tiene hoy una institución como la que nos ocupa.

Así, del modelo clásico de museo mitificador de la figura de Picasso se ha pasado a concebirlo como lugar de debate y contraposición de modos de comprender el arte y su papel social, propiciando una inteligente apertura de la función de la entidad basada en la contextualización comparada de la obra picassiana, no ya meramente con las vanguardias históricas (a la manera del Museo Picasso de Barcelona), sino con la enorme complejidad artística y cultural del siglo XX. No sólo el rigor y profundidad científica en los planteamientos discursivos de cada comisariado expositivo (El factor grotesco, Dennis Hopper, Bill Viola, Juguetes de las vanguardias, Kippenberger miró a Picasso, Giacometti, El cartel europeo, etc.), sino encuentros internacionales tan interesantes y pertinentes como el Seminario sobre arte e integración social, del que ya van tres ediciones -por citar un ejemplo entre otras numerosas actividades no expositivas similares- dan cuenta de un concepto de museo como entidad de mediación cívica, como generador de otras lecturas que lo sitúan en la realidad del presente mucho más que en la celebración espectacularizante del mito como exclusivo reclamo turístico. Esta ética del museo como agente de emancipación social, que respeta porque presupone inteligentes a sus espectadores, adquiere toda su dimensión diferencial si pensamos en la constante reiteración mediática de la perversa identificación cultura-turismo que viene siendo el leit-motiv recurrente de las políticas culturales imperantes. Pues si, como decía Mariano de Santa Ana, «la industria cultural socava al arte su ilusión de autonomía para recuperarla a posteriori, sólo que ahora subordinada a la forma publicitaria», creo que el caso del Museo Picasso de Málaga obliga a tener en cuenta la muy particular relación que la ciudad tiene con la figura de Picasso, en la que se mezclan y sistemáticamente se confunden esos aspectos turísticos, económicos, mediáticos€ con la propia obra de Picasso, que tantas veces queda suplantada por tales intereses extra-artísticos. En una Málaga a la que las instancias políticas no dudan en construirle gran parte de su identidad a partir de la invención de su relación con Picasso (esos procesos complementarios que Rogelio López Cuenca ha definido como «malagueñización de Picasso» y «picassización de Málaga»), hemos de celebrar la actual gestión de este museo, que se enfrenta al reto adicional de poner rigor en los planos de juicio y recepción de la obra en sí, y de, a su vez, poner en sordina el continuo ruido banalizador de la ciudad tematizada por la aviesa conversión del arte en souvenir. Y hemos de celebrarlo porque comer del turismo no es dejar que el turismo nos convierta en tapitas de comida típica.

*Carlos Miranda es artista y profesor en la Facultad de Bellas Artes de Málaga