En un teatro, ante una performance, igual que en un museo, una escuela o una calle, nunca hay más que individuos que trazan su propio camino en la selva de cosas, exponía Jacques Rancière en su estudio sobre el espectador. Lo que en este ensayo se dejaba ver, entre otras cuestiones, era la defensa de que cada uno de nosotros tiene, efectivamente, el poder de traducir a su manera lo que percibe, de crear su propio poema. Esto es lo que ahora recuerdo haber «visto, sentido y comprendido», en el plano profesional y personal, en el Museo Picasso Málaga durante sus diez años de andadura cultural en la ciudad.

La primera vez que pisé el Museo fue para buscar trabajo. Por aquel entonces me apetecía -necesitaba- complementar la figura de Profesor Asociado en la Facultad de Filosofía y Letras con otra ocupación que tuviera que ver con el arte contemporáneo. Me citaron una mañana en el Departamento de Educación para recibir un curso impartido por la psicóloga cognitiva Abigail Housen sobre Estrategias de Pensamiento. El método consistía, en pocas palabras, en elaborar un discurso a partir de las respuestas de los espectadores ante la pregunta ¿qué está pasando en esta obra? Los visitantes -independientemente de su mayor, menor o inexistente conocimiento del artista o del arte en general- expresaban sus opiniones sin ningún tipo de filtro, sin que nadie que les guiara o les corrigiera en sus aseveraciones. Si alguien decía, por ejemplo, que Fernand Olivier era un travesti, dicha afirmación pasaba a formar parte del relato y abandonaba el museo pensando que eso, en realidad, era así. Yo veía la parte positiva en el plano pedagógico que se nos mostraba en el curso, en lo que tiene que ver con las personas que aportaban tímidamente su idea y ésta era aceptada. Efectivamente, al sentirse cómodos, volverían al museo y se cumpliría una de las finalidades del método Housen. Pero creo que me empeñé demasiado, como Historiadora del Arte, en recalcar que si al final se desvelaba «la verdad» -en este caso, que Fernand Olivier no era un travesti sino una novia de Picasso- pero Abigail insistía en que no. Como era de esperar, no me llamaron para el trabajo, pero aquellos días, mientras iba y venía del curso, conocí un museo en silencio, sin gente, sólo para mí. Nunca he vuelto a verlo como entonces.

Ahora asisto a las inauguraciones, donde se saluda a todo el mundo, se toma una copa vino en el jardín y se hace checking en Twitter y 4square; también voy con mis alumnos del Aula de Mayores al principio y al final del curso, porque me sigue sorprendiendo cómo evolucionan del «me gustan más las obras del principio» a «no hay que comparar, son épocas distintas». Con los estudiantes de Historia del Arte y de Bellas Artes suelo visitar las exposiciones temporales, siempre con guía para que tengan varias fuentes de información y porque el método Housen hace tiempo ya que se convirtió en una técnica híbrida que ha sabido conjugar, sumando esfuerzos, lo pedagógico con lo histórico. Los alumnos agradecen la oferta de espacios culturales como los del Museo Picasso y, tras las visitas, tienen otras cosas de las que hablar, de la Domus Aurea tras haber penetrado en la gruta de Lo grotesco, de que La balsa de la Medusa además de de Géricault es también de Kippenberger -el de los retratos en calzoncillos- o del descubrimiento de cómo las esculturas pequeñísimas de Giacometti a veces expresan lo mismo que los afamados hombres caminando de casi dos metros porque, lo realmente importante, es el espacio.

El primer contacto de mi hijo con el mundo del arte fue a raíz de la visita a la exposición de juguetes de vanguardia que se celebró en el Museo. No fue una de mis mejores ideas: niño de menos de dos años en un espacio repleto de juguetes que no se pueden tocar. Mucho mejor se portó las veces que fuimos al teatro en el Auditorio los fines de semana, donde recuerdo haberlo visto enmudecer con las puestas en escena, unas veces chispeantes y otras tan crípticas que me hicieron dudar de su eficacia, pero que resultaron ser tremendamente efectivas e incluso, en algún caso, terapéuticas. La última vez que estuve con él en el Museo fue hace unas semanas en la exposición Álbum de familia donde quise enseñarle la obra de Picasso Madre y niño (otoño de 1921) que conoció en la invitación en papel que estuvo en su día sobre la mesa de la cocina. A él aquella imagen le había llamado la atención desde el principio, decía que éramos él y yo, y cada vez que la detectaba desde el coche en las marquesinas de las paradas de autobús me llamaba la atención para que la mirara, como si fuese una foto nuestra, como si realmente fuésemos nosotros. Inventamos, a raíz de esto, un cuento donde Picasso era el protagonista y donde también interactuaban la esposa del pintor, Olga, y su hijo, Paulo; la bruja era Gertrude Stein -lo primero que se me ocurrió- a la que acompañaban sus esbirros, los nazis, que querían robarle los cuadros para quemarlos en una gran hoguera. En la sala del Museo, delante de la obra, mi hijo no se percató del aura de la que hablaba Benjamin y me indicó, descaradamente, que podíamos quedarnos con la foto de los autobuses, que era mucho más grande.

Ésta es mi visión como espectadora emancipada del Museo Picasso Málaga. Ya lo decía Rancière. Aprendemos y enseñamos, actuamos y conocemos también como espectadores que unimos en todo momento lo que vemos con lo que hemos visto y dicho, hecho y soñado. Todo espectador es de por sí actor de su historia, todo actor, todo hombre de acción, espectador de la misma historia.

*María Jesús Martínez Silvente es profesora de Historia del Arte y vicedecana de Cultura de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Málaga