Me hice con mi primer disco de Lou Reed en la juventud, cuando comenzaba andadura universitaria, ese collage de emociones que se debatían entre pensamientos eufóricos en torno a un mañana más próspero y justo, e ideologías demasiado explícitas y previsibles; un tiempo en el que, además de darme cuenta de que todo aquello no era más que una mentira, me acerqué al American way of life a pecho descubierto, sin prejuicios y con la idea de adquirir todo el andamiaje que mi obsesión por el hecho británico me había negado hasta la fecha. Así que empecé, una vez más, por lo explícito y previsible, me metí en vena álbumes como Blonde on blonde, de Bob Dylan; el Rain dogs, de Tom Waits, y el Transformer, de Lou Reed, por citar algunos de los artistas que me acompañaron durante los primerizos años universitarios, los más voraces y eléctricos.

Lou Reed siempre me pareció un tipo antipático -y no es que Bob Dylan o Tom Waits sean la alegría de la huerta precisamente- pero desde esa aversión atemperada edifiqué una admiración alimentada por su forma de entender la experiencia de la música, una idea que nace, justamente, de su manera de llegar a la vida, o de que la vida llegue a él. No sé qué fue primero. Quizá por esa honestidad, mucho más que sonora, comencé a tejer una suerte de cordón umbilical entre cada entrega del neoyorquino y mi yo de entonces. En cada disco creía encontrar un mensaje que sólo yo era capaz de descifrar, una palabra que incorporaba a mi entramado musical, un acorde perpetuo. Eso era Lou Reed. Eso y mucho más. Un artista que incorporé al latir de mis días para sentir que estaba haciendo algo único, siempre novedoso, siempre original.

Años más tarde, ya emancipada y durante uno de esos veranos que una guarda en la memoria con especial cuidado y delicadeza, como si esa imagen se fuera a romper en mil pedazos, en el Xacobeo Festival 2004, tuve la ocasión de verlo en directo por primera vez; compartía escenario con Muse y The Cure, y se coló en el programa original en sustitución de su amigo David Bowie quien tuvo que ser operado de urgencia por su dolencia cardiovascular. Tras el previsible y explícito concierto de Muse, el público, hecho a medida de los falsetes de Matt Bellamy, desapareció y una, con cierta timidez, fue contando los pasos que la separaban del escenario hasta que, entre las grietas del humo, apareció la figura quejumbrosa de Lou Reed. No fue un gran concierto, no tocó las canciones que le pedimos hasta quedarnos sin voz, pero qué narices, era Lou Reed. Me hubiera bastado con que se hubiera sentado a mirar el Monte do Gozo. No necesitaba demostrarle nada a nadie, él se echó a la espalda buena parte de la historia del rock. Qué más se le puede pedir.

Muchos conciertos y discos después, debo reconocer que siempre acabo escuchando la misma música, que el repertorio de Lou Reed es mi fondo de armario, y lo es, posiblemente, porque este acontecer me aburre, porque esa honestidad que el neoyorquino -en formato solitario o con la Velvet- promulgaba no la percibo en casi ningún artista, porque la emoción, por qué no escribirlo, se quedó anclada en un tiempo que a todas luces era más amable. Por ello, la noticia de su fallecimiento me arrebató un pedazo de mí que siempre había sido suyo, que siempre le había pertenecido. Que sólo su música será capaz de sanar.