Hay quien se presenta ante las primeras horas del presente año con una actitud virginal, provista de esperanza y grandes anhelos. Como si las heridas y cicatrices perpetradas por 2013 nunca hubieran existido, como si se hubieran borrado tal como desaparece una huella de arena ante la presencia herculina de un viento inabarcable y voraz. Y esto, hasta cierto punto, está bien. No me malinterpreten. Entregarse a un fragmento de tiempo con cierta pretensión de reanudación y fuerza, de lucha y poder, puede resultar, hoy en día, algo más propio de los dioses que de meros seres humanos que sólo buscan resistir a la caída sobre un asfalto pedregoso. Insisto, hasta cierto punto, ese aire de renovación impulsa nuevas marcas a superar, quizá una amplitud en el horizonte, una mirada exclusiva ante la experiencia de la vida. Pero no debemos dejar todo atrás ni mudar la piel en su totalidad ni en su complejidad; ni mucho menos debemos abandonar en el camino, enganchada en alguno de los últimos días del pasado año, la memoria. No. Eso nunca. La memoria nos abastece y nos hace. La memoria nos otorga parcelas de nuestra identidad que seguramente no desvelaremos hasta que sea demasiado tarde para saber qué hacer con ellas. La memoria. No la olvidemos ni dejemos atrás. Estoy segura de que en algún momento del camino, en algún instante de 2014 en el que la duda asalte, deberemos de recurrir a ella.

Quizá por ese rechazar un olvido absoluto, el propósito -y sus plurales- debe siempre venir armado de cautela y sentido común. El deseo mal medido puede convertirse en un gigante a punto de aplastarnos, en un arma capaz de hacernos volar por los aires en cuestión de segundos. El propósito se calibra según la felicidad, individual o colectiva, y se encuentra ligado a la esperanza, «la concreción de un esperar constante, ininterrumpido, como el latir de un corazón», en palabras de María Zambrano en su Persona y democracia. «Se puede decir que no se tiene esperanza o esperanzas, mas no que no se espera, y la desesperación es la precipitación de la esperanza». Por ello, cuando el deseo se formula en función de la carencia, se traza el origen de la infelicidad, de la mezquindad y la desidia. De lo estático y permanente. En relación con esto, Russell, en La conquista de la felicidad, recorre los diversos territorios por los que transita el par ser humano/felicidad, otorgando a quien está al otro lado de la página, un análisis profundo de este singular estado de ánimo. Al final del libro, en una suerte de colofón, el británico advierte que «el ser humano feliz es el que vive objetivamente, el que es libre en sus afectos y tiene amplios intereses, el que se asegura la felicidad por medio de estos intereses y afectos que, a su vez, le convierten a él en objeto del interés y el afecto de otros muchos». Por todo ello, ahora que todavía estamos a tiempo, antes de volver a levantar la copa y dejarnos arrastrar por esa suerte de inercia que conlleva el brindis perpetuo, seamos conscientes de cuáles deben ser los propósitos posibles, aquellos que en relación con quiénes somos y con el acontecer que nos ha tocado habitar, seremos no sólo capaces de alcanzar sino de cumplir.