Era una visión casi epifánica para un adolescente: una portada con una turgente Maribel Verdú, en ropa interior, de una revista de ésas que llaman para hombres -en este caso no había equívoco: hablo de Man-; el titular, puro y certero periodismo: «Maribel Verdú está imponente». Y tanto. Por aquel entonces, uno, impresionable, sí, pero tampoco lelo, veía artefactos como el El beso del sueño, de Rafael Moreno Alba, para descubrir y redescubrir a una jovencita pero mujerona, a una chica que era como la evolución cañí y súper hot de aquella fiera corrupia llamada Ava Gardner. Vamos, que uno veía a la Verdú y sudaba. Se podía haber quedado en eso, en confiar en la tersura de su maquinaria, esperando a que llegara el momento -Kathleen Turner dixit- del dilema de toda actriz: elegir que se le descuelgue la cara o que se le caiga el culo. Y he ahí el milagro de María Isabel Verdú Rollán: su cara se mantiene estupenda y el trasero -perdón, Pedro Larrañaga- me imagino que también. Pero es que le ha añadido a todo eso una carrera de muchos quilates, basada en la pausa y en la calma, guiándose por una agudísima intuición -¿para qué hacer el ridículo en Hollywood como muchas de sus contemporáneas cuando puede uno participar en Y tu mamá también?- y unas saludables ganas de arriesgarse -hoy muchos hablan del otro cine español y de Gente en sitios, de Juan Cavestany, pero ella apostó por él en la infravalorada Gente de mala calidad-. Y todo lo hace como lo hacen los profesionales de cualquier tarea que realmente valen la pena: como quien se ata los cordones, como si fuera fácil. Uno la ve ahora y sigue reconociendo el brillo en los ojos de aquella teen con brackets en La estanquera de Vallecas, pero con la belleza que traen la experiencia, la vida y las películas. Sin perder la sonrisa.

Debutó en el teatro sin poner la cara ésa que ejercitan muchos intérpretes de las tablas que parece que estén viendo a Dios -«el cine es mentira y frivolidad, la verdad verdadera está en el teatro y bla, bla, bla»: cuánto intenso suelto-, trabajó con Francis Ford Coppola y Alfonso Cuarón sin despeinarse pero sin faltar al respeto... Lo hizo sin creerse más que nadie pero tampoco menos. Y todo eso, siendo una chica que parece estupenda, que parece de charla amena y café que cunde. Me acuerdo hace unas cuantas ediciones del Festival de Málaga de las tribulaciones de algunos de sus trabajadores, que prácticamente se jugaban a los chinos el tener que acompañar en la cena a una actriz que todos, absolutamente todos aquellos curritos tildaban de insoportable, irritante y diva. Pues me da a mí que si estuvieran ahora ante la oportunidad de acompañar a Maribel Verdú habría tortas... Pero para conseguirlo. A los demás, a los que jamás nos tomaremos un café o compartiremos una cena con la Verdú, nos quedará siempre una próxima cita con ella, la chica que transformó la calentura en calidez, en el cine.