En los intersticios del prodigioso talento literario de Carmen Laforet, respiraba un profundo terror a ser leída. Con apenas 23 años, deslumbró a la crítica literaria con su obra Nada y se alzó con la primera entrega del Premio Nadal, que este año cumple su 70 aniversario de la mano de la escritora valenciana Carmen Amoraga, galardonada por La vida era eso.

Como el Bartleby de Melville renuente a escribir, el asedio que experimentó Carmen Laforet ante su inmediato y apoteósico éxito literario y comercial la sumió, poco a poco, en un silencio narrativo, que trataría de combatir desde el abismo de sus inseguridades a golpe de palabra, hasta que languidecieron su carrera y su memoria en la oscuridad del alzhéimer. La historia de una escritora que transita de forma extrema desde el reconocimiento hasta el desconocimiento está recogido en el extenso y apasionante trabajo biográfico Carmen Laforet. Una mujer en fuga, en el que Anna Caballé e Israel Rolón tratan de reconstruir y «ordenar la nube» de enigmas que envolvieron la vida de la autora. «La vida de Laforet tuvo los trazos de una nube que se deshizo en espesa niebla», señala Anna Caballé, «se resistió lo indecible a ser observada y vivió su propio mundo hasta donde le fue posible hacerlo».

Corría el año 1944, cuando un grupo de intelectuales de Ediciones Destino, encabezado por el escritor español Ignacio Agustí, puso en marcha la idea de impulsar el Premio Nadal, con el propósito de potenciar a jóvenes autores del panorama nacional, donde bullían importantes nombres literarios de posguerra como Camilo José Cela, Miguel Delibes o Juan Antonio Zunzunegui. Mientras una jovencísima Carmen Laforet se instalaba en Madrid, donde alternaba la escritura de Nada con sus exámenes de Derecho, el verano anunciaba su llegada y el crítico literario y editor Manuel Cerezales, que años más tarde se convertiría en esposo de Laforet, se hizo eco de la convocatoria del Nadal y urgió a la novelista en ciernes a dar forma definitiva a los cientos de cuartillas mecanografiadas que atestaban su cuarto.

Bautizado en homenaje al desaparecido redactor jefe de los primeros números de Destino, Eugenio Nadal, el acto de concesión del galardón se fijó para Navidad, en concreto, en la noche de Reyes y consistiría en una cena en el Restaurante Suizo, emplazado en el casco viejo barcelonés. Entre los concurrentes, la pluma más conocida era la del escritor César González Ruano, colaborador de La Vanguardia y Destino que, instalado en Sitges tras una estancia convulsa en París, ofreció pactar el primer premio por anticipado. Ante la negativa de los editores, Ruano se sentó a tejer La terraza de los Palau, pero la carrera del autor atravesaba sus horas más bajas, empañadas por el coñac y su amor por la nocturnidad. Aun así, su nombre resonaba como favorito, junto a Carlos Martínez Barbeito y José María Álvarez Blázquez, hasta que, casi al límite del plazo, desembarcó en Madrid un último paquete forrado de sellos de urgencia.

La novela se titulaba Nada y describía con maestría, dureza y realismo la huella indeleble de la guerra en un empobrecido hogar barcelonés de la inmediata posguerra, al que arribaba la joven Andrea para iniciar sus estudios universitarios, sinónimo del viaje que emprendió la propia Laforet al huir de Las Palmas de Gran Canaria rumbo a Barcelona con 17 años.

Ante un menú compuesto de crema de alcachofas, lenguado y peras al cardenal, el 6 de enero de 1945, la desconocida autora de Nada se alzó sobre los 26 candidatos con 5 votos con «la mejor novela que se había presentado y una novedad absoluta respecto a lo que se escribía en España», según palabras de Agustí. Le sucedía en segundo lugar Álvarez Blázquez, mientras que González Ruano fue derrotado en el penúltimo round, lo cual acarreó unas graves consecuencias para Destino, cuyos miembros se vieron envueltos en una terrible campaña difamatoria urdida por el escritor.

Con un relato crudo, lúcido y hondo que reinventaba la prosa de la época, rayana en el existencialismo, la voz de Laforet reflejaba el hambre, la sordidez, la miseria y la asfixia cotidiana que azuzaba a la familia de la calle Aribau en la posguerra española. El desfile de vivencias reales que dejaban entrever los personajes que trazó Laforet, como el aliento de la terrible tía Angustias («Me di cuenta de que podría soportarlo todo: el frío que calaba mis ropas gastadas, la tristeza de mi absoluta miseria. Todo, menos su autoridad sobre mí») y la intensa amistad que teje la joven con la seductora Ena, robó el corazón de los críticos, pero comportó grandes implicaciones para la escritora. «Nada es una novela autobiográfica en la que ella, siendo tan joven, no tiene la astucia de modificar ciertos escenarios o personajes, de manera que se enfrenta a su familia paterna, que le hace un vacío total al verse duramente reflejada en el libro», señala Anna Caballé, «eso le genera a Carmen Laforet una especie de fobia social que no logra resolver y que arrastrará toda la vida».

El corazón de Laforet latía en todas las direcciones que otea una joven de 23 años, España estaba rendida ante el magnetismo de Nada y los editores se relamían ante este nuevo tesoro que explotar. Pero cuando la joven novelista acepta la invitación de Destino y desembarca en la ciudad condal para responder a las cuestiones acerca de Nada, comenzó la relación de desamor entre Laforet y los profesionales de las letras. «Hablarle de Nada era ahondar en su herida», resalta la biógrafa.

La joven novelista trenzaba los mismos sueños que su protagonista Andrea, vagabunda inquieta y rebelde que anhelaba vivir una vida plena sin que su entorno la fiscalizara. Pero en lugar de ahuecar sus alas ante la promesa del éxito, la novelista se inhibiría hasta el paroxismo ante las crecientes indagaciones sobre la filiación autobiográfica de su obra.

Desde el principio, Laforet negó los paralelismos entre los relatos de su vida y de su obra y, cada vez más acosada por lo que denominaba «interrogatorios tipo purga staliniana», el rechazo hacia su propia autobiografía devino en un conflicto literario y un profundo terror a las exposiciones públicas, toda vez que la presión de Destino para que concluyese una segunda novela, sin apenas haber digerido las mieles de la primera, «fue el primer hilo de una soga que no dejaría de asirse a su cuello», según Caballé. «Las muchas lecturas que se hacían de Nada la desesperaban porque, cuanto más éxito tenía con esa novela, menos libre se sentía para escribir la segunda», explica. Acaso los focos quisieron arrojar más luz de la cuenta. «Su obra refleja una actitud muy poco predispuesta al varón y, al mismo tiempo, hay una amistad muy intensa con una mujer, así que, desde el primer momento, empiezan a circular rumores», explica Caballé, «yo creo que hay una pulsión homosexual latente que tiene hondamente reprimida y que no puede evitar que aflore en su obra literaria, esa represión se vuelve contra ella y termina por consumirla, porque la lleva al silencio».

Aunque su estilo autobiográfico era inseparable de su vocación literaria, Laforet desarrolló un profundo complejo de inferioridad con respecto a otros escritores y, presa de lo que se ha denominado como grafofobia, como ya le sucediera a J. D. Salinger con El guardián entre el centeno o a Juan Rulfo, Laforet se relacionaba con el vacío desde la más absoluta ambigüedad: se rebelaba contra su yo literario y, a un tiempo, nunca dejaría de escribir, porque era su manera de comunicarse con el mundo. Aunque logró publicar otras cuatro magníficas novelas -una póstuma-, siempre en la senda de la introspección, como La isla y los demonios o Una mujer nueva, sus lecturas siempre quedaron desdibujadas ante la maestría de Nada y su hermetismo.

Pero detrás de su silencio se escondía un espíritu angustiado en un eterno combate, fatigado de viajar desde Las Palmas hasta Estados Unidos en una huida permanente de sus propios demonios. «Laforet no tuvo el coraje suficiente para enfrentarse a la mirada pública y su compromiso con la literatura le resultó un desafió insuperable», señala Caballé. Una autocensura que comienza en Nada y desemboca en la nada, primero literaria y después personal, a la que se abocó la escritora hasta que el alzhéimer terminó por oscurecer todos los recuerdos que destilaba de su memoria, y que pudieron haberse convertido en grandes.