Diferentes exilios habitaron aquel exilio que expatrió a los derrotados escritores españoles más o menos afines a las ideologías dominantes durante la Guerra Civil en el bando republicano. El 18 de julio de 1939 no iluminó el paso alegre de la paz, tal y como tarareaban los himnos y cantilenas falangistas; en realidad, proclamó el principio de la gestión de una victoria militar, el punto de llegada de una sublevación cuartelaria tan recurrente en España desde el reinado de Isabel II. Una de las españas anhelaba dejar helado, y con balas si ello fuera posible, el corazón de los españoles que no comulgaran con su ideario y así se hizo. De tanto invocarlo, llegó el destino inexorable de los habitantes de esta tierra de Caín, en segunda alusión a Don Antonio Machado, cuya muerte, apuñalado por la miseria y la vergüenza, sonó en la frontera inmediata de los Pirineos como la primera campanada de luto a la que habría de seguirle un carillón lúgubre que abría el paso a un río de lágrimas. Pocas gentes son tan eficaces en este mundo para amargarse la existencia, como los españoles a ellos mismos.

La sublevación militar que, tras artes de birlibirloque cuartelero y tauromaquia de generalatos, colocó a Francisco Franco como dictador vitalicio por una gracia que nos hizo Dios, había aprendido de errores previos y esta vez no admitiría un abrazo de Vergara que pusiera fin al conflicto, ni un regreso a los desfiles, entregado el poder al brazo civil del golpe. La República había profundizado en demasía las llagas que la sociedad española supuraba desde hacía un siglo. Así, el federalismo se trocaría por centralismo de faralaes y guitarra; la democracia, por un artificio donde la servidumbre significaba el mayor honor al que podía aspirar el ciudadano que, perdida la condición incluso de súbdito, se situaba a la altura del lacayo; y por último, el pensamiento, libre por definición, fue mutilado mediante los palmetazos con que los siervos del dios nacional-católico insertaban en el alma las consignas del catecismo.

Franco murió de viejo en la cama porque había aprendido bien la historia de España que, como escribió Jaime Gil de Biedma, es la más triste de todas porque siempre acaba mal. Recluyó a los falangistas en sus hogares de hermandad para que envueltos por su parafernalia de banderas, medallas y retratos de José Antonio, cantasen las nostalgias y heroísmos de una guerra a la que la mayoría de ellos conoció en una retaguardia de misa diaria y burdel. Los carlistas fueron disueltos en el aguardiente del Movimiento Nacional. Cambió espejitos a los nazis por la Legión Cóndor. Los militares fueron destinados al engorde tras las mesas de despachos. Dio vida a un pulpo represor tocado por tricornio, sotana y placa de brigadilla. Y al séptimo día descansó. Sabía que los acontecimientos internacionales le eran hados propicios. Albergó a judíos ricos y nazis ricos por el oro judío bajo un mismo pasaporte con portada de águila imperial. Se sabía elegido por el nuevo orden como bastión anticomunista. Y se fue a pescar salmón y a jugar al tenis y a descansar que es lo que tiene que hacer un salvador de España. No dejó espacio para la reconciliación o para el perdón, y aquí no cabía la disidencia.

El poeta malagueño de militancia anarquista Pedro Luis Gálvez no comprendió aquel giro de yugo y flechas. Las nuevas autoridades no tendrían misericordia con sus fanfarronadas públicas y embusteras sobre el mal trato que había infligido a las monjas que sacaba del convento. Gálvez despreció varias oportunidades de tomar el camino del exilio y acabó frente al pelotón de fusilamiento. Cuentan que el Caudillo, al que él escribió un soneto laudatorio cuando se vio en la cárcel, firmaba las penas de muerte tras el almuerzo y mientras tomaba café. No había remordimiento que le exigiera bicarbonato con los garbanzos. Se sabía elegido de Dios y aceptaba esos sacrificios con que la divinidad mortificaba a sus santos custodios. La caspa del Cid había sepultado España.

Muchos exilios hubo en el mismo exilio. Unos más exiliados que otros. Francia internó a quienes huían por sus fronteras como si fuesen criminales en campos de concentración donde las condiciones fueron descritas como infrahumanas. Quienes no pudieron huir de aquella poco fraternal República Francesa se hallaron al poco tiempo inmersos en aquella gran guerra mundial de la que España no había sido más que el avance informativo. No les quedaba más salida que integrarse, cuando no promover, aquella resistencia luego tan glorificada por una propaganda francesa que sufre de amnesia cuando calibra el papel determinante que cumplieron en sus filas aquellos españoles a quienes Francia, con su grandeur, trasvasó de un infierno a otro.

Quienes pudieron huir hacia tierra americana disfrutaron de una existencia más tranquila al menos. Pero el pasaje de los barcos, junto con la documentación, costaba dinero; si los apoyos solidarios o las fortunas personales no eran suficientes, la brújula señalaba el Norte de los Pirineos o el intento del regreso a España. En América cada quien tomó el rumbo al que lo llevó el barco o hacia donde lo reclamaban familiares y amigos allí emigrados con anterioridad al conflicto. Buena parte de los escritores exiliados malagueños o vinculados con Málaga arribaron a Méjico; algunos tras azares inesperados durante la travesía.

Manuel Altolaguirre y Concha Méndez junto con su hija, disfrutaron la suerte de que su amigo Paul Éluard los acogiera en su hogar francés, pero ya se sabe que la fortuna está calva para que nadie la pille por los pelos y una enfermedad obligó a la familia a quedarse en Cuba y sin dinero. Altolaguirre retomó allí el oficio que nunca dejó de ejercer y para buscarse la vida imprimía poemas de clásicos españoles en una hoja suelta que luego Concha vendía de casa en casa. En Méjico la suerte volvió a sonreír, al menos, en parte.

Los escritores malagueños exiliados encontraron en Méjico un país en plena ebullición. No creo que Méjico haya dejado nuca de bullir hasta el día de hoy, pero cuando convergieron allí se encontraron con una nación jovencísima, en pleno crecimiento y lejana en todos los sentidos de los conflictos mundiales, sanguinolentas ya sus guadaña en Europa, África y Asia. En un tiempo relativamente corto, los republicanos españoles pudieron organizarse como una especie de sucursal republicana en la lejanía, donde Juan Rejano o Francisco Giner tuvieron una responsabilidad destacada. Para la supervivencia de este gobierno incluso reclamaron a algunos artistas afines obras pictóricas para ser vendidas y que se generara así una caja de resistencia. Picasso a pesar de su fama de tacaño colaboró con varios envíos. Dalí remitió una postal donde se leía un escueto mensaje en el que aclaraba que no quería saber nada de los vencidos.

No sólo la organización política pudo ser articulada en un breve tiempo dados los tristes acontecimientos que había provocado aquella situación, Méjico ofrecía oportunidades de trabajo hasta para los más inútiles en esos momentos en que la supervivencia acucia, esto es, para los intelectuales. Así la Universidad de Méjico o editoriales como el Fondo de Cultura económica beneficiaron y se beneficiaron de la presencia de unos desorientados y menesterosos obreros de la palabra y el pensamiento. Una deuda de gratitud une España con Méjico, con Chile y con Venezuela de modo mucho más significativo que con otras naciones también amigas con nuestros apátridas obligados durante aquellos años.

Aunque atenuado, el exilio no fue un camino fácil para nadie. Una chica española anónima dio de comer a un piso de refugiados hambriento porque vendió sus dos trenzas rubias en un mercado de pelucas. Al día siguiente no sabemos cómo calentaron el estómago. Pedro Garfías comía porque sus amigos le dejaban ganar al dominó y, cuando no podía echar mano de esos azares, pagaba su menú con versos que escribía en servilletas y manteles como billetes líricos para el camarero. Además, los múltiples recodos que acotan la existencia se trazaban con tintes de provisionalidad; desde la primera Nochevieja en que brindaron con copas espumosas de nostalgia, juraban que el año siguiente beberían en España con esa concreción que el alcohol otorga a los deseos. Luego, años después, los acontecimientos confirmaron que el Caudillo sabía que los acontecimientos labraban su trono de España sin rey. La decepción se convirtió en un sálvese quien pueda generalizado. Yo he visto cuadros de Picasso donde no tenían que estar porque ya no se vendieron y sólo servían para agenciarse un pasaje de barco y una existencia algo mejor, asumida la derrota. Como si fuera una maldición, Altolaguirre regresó a España y murió en accidente de tráfico. No hubo conspiración franquista, hubo destino. La marca con que una mala estrella señaló a un grupo de jóvenes obligados a militar en algunos de aquellos sinsentidos. En efecto, querido Jaime, una historia de las más tristes la de España porque siempre termina mal.