Parece evidente que el gran estafador en American Hustle (La gran estafa americana) es su propio director, David O. Russell. Un autor que militaba en la facción más overground del rollo supuestamente alternativo -ya saben: realizadores que buscan estudios, actores de blockbusters que buscan prestigio; los hay buenos, como Spike Jonze, que tiene aquí todavía por estrenar su Her- y que ha sabido reconvertirse, aceptación del credo de lo mil veces visto y oído mediante, en un joven veterano de los Oscar. Porque La gran estafa americana ha conseguido diez nominaciones en los premios de Hollywood, que hay que añadir a las designaciones que logró con sus anteriores, e igual de inanes filmes: The Fighter y El lado bueno de las cosas. Por no hablar de los Globos de Oro que ya coronan las vitrinas de su despacho. Y todo por firmar unos remedos, con pátina guay, de cosas tan vistas que son ya convenciones.

Ahora, en su nuevo filme, el multipremiado realizador se ha hecho un scorsese, que es como el camino de Santiago para todo director con ínfulas de serlo. La diferencia es que Paul Thomas Anderson, por ejemplo, tiene tanto talento como ínfulas, y se marcó un espectacular ejercicio de reformulación del maestro de Taxi Driver en Boogie Nights, mientras que David O. Russell se queda en el atrezzo, en las pelucas, la música setentera y poco más en esta desabrida American Hustle.

Vayamos hacia atrás en la moviola. David O. Russell, neoyorquino de 56 años, llamó la atención con Tres Reyes -antes había hecho sus primeros pinitos como director con cintas olvidadas y olvidables como Flirting with disaster-, aquella extraña cinta sobre la locura por el oro tras la guerra del Golfo Pérsico y que gustó por su a ratos alucinada mezcla de humor y acción. Luego, con I Heart Huckabees -en España, Extrañas coincidencias- se pasó de vueltas con esta tremendamente ridícula historia de unos detectives de lo existencial -sí-, el estado no pensante de «puro ser» -sí- y un bombero con una obsesión anti-petróleo -uf, sí-. La cosa no la salvó ni la espectacular banda sonora del gran Jon Brion, ni un reparto de campanillas. El castañazo del prometedor talento fue de aquí te espero.

Seis años le separaron de su siguiente trabajo, The Fighter. ¿Qué ocurrió en aquel lustro largo? Supongo que poco y mucho; lo suficiente como para que David O. Russell se dejara de existencialismos y planteara una historia telefílmica -y basada en hechos reales, cómo no- sobre la redención, las relaciones familiares y el amor con el mundo del boxeo como excusa de fondo; vamos, un toermundoegüeno que consiguió siete nominaciones a los Oscar y dos estatuillas. Cojan los mismos ingredientes, pongan lo romántico por delante y sitúen la cosa en el contexto de las enfermedades mentales y, voilà, tendrán El lado bueno de las cosas. Aquí, O. Russell se propuso volver a ese concepto de rarezas encantadoras de sus primeros filmes, pero tamizándolo todo con el aspecto Oscar friendly que había logrado dominar y que se ha convertido en su marca registrada. Un joven bipolar y una ninfómana se enamoran y terminan haciendo chachachá en un concurso de baile: suena más extravagante de lo que es, porque el resultado es una comedia romántica con poca chicha y bastante de irritante -como siempre lo es quien quiere pasar como diferente y original y no es más que un cliché andante-. Ocho nominaciones, una estatuilla. Bravo por él.

Y llegamos a La gran estafa americana. Lo mejor que puede hacerse tras verla es aprovechar que uno ya está en el cine y asistir a las tres horas de maestría traviesa de Martin Scorsese en El lobo de Wall Street. Entonces se preguntarán cómo se puede hacer una película tan arquetípicamente scorsesiana pero sin ninguno de sus talentos; todo es tan postizo aquí como la peluca abracadabrante del personaje de Christian Bale. David O. Russell nos lleva de viaje a unos años setenta de cartón piedra -ojo, ni una sola secuencia de alcohol y drogas en todo el filme, y mira que hay escenas de fiesta en la película: a este rollo aséptico es al que nos referimos cuando hablamos de productos Oscar friendly-, con unas interpretaciones que bordean lo ridículo -mención especial para Bradley Cooper, con alguna de las peores secuencias de su carrera; y eso que este hombre sale en los créditos de Resacón en Las Vegas 3- y una tremenda falta de tensión en la trama. Y la cosa dura dos horas y veinte. Los minutos de interpretación animal de Jennifer Lawrence -la única que busca la tridimensionalidad en su personaje- no compensan en absoluto. Para esto, de verdad, la española Incautos, de Miguel Bardem, era mucho mejor.