Siempre me ha inquietado la posibilidad de encontrarme en algún lugar del mundo con un restaurante o garito legendario donde no hubiese comido o bebido Ernest Hemingway. Resulta imposible certificarlo, más fácil es comprobar los lugares donde dejó sus huellas. Para ello basta con zambullirse en las páginas del libro The Hemingway Cookbook, de Craig Boreth, el periodista que se ha dedicado con más ahínco que nadie a desempolvar los recuerdos etílicos y las pitanzas del autor de Por quién doblan las campanas. ¿Era Hemingway lo que se conoce por un bon vivant? ¿Se puede decir algo así de un tipo que se voló la tapa de los sesos? ¿O de alguien capaz de desafiar a beber pestilente vino de arroz amarillo a catorce oficiales chinos durante la guerra con los japoneses hasta dejarlos tumbados debajo de una mesa?

Hem dijo aquello de que en la comida hay poesía. Y acto seguido se encargó de recalcar: «Siempre que me lo permite la digestión me dedico a escribirla». La comida, desde luego, le importaba aunque menos que la bebida. Probablemente sea más sencillo, como popularizó durante un tiempo el restaurante Botín, dar con la mesa donde el célebre escritor no comió que abrevar en una barra histórica donde no haya bebido un trago.

Hemingway era un borrachín de mil demonios. El Papa Doble o Papa´s Special lo inventó tras convencerse a sí mismo de que debía evitar el azúcar y suplirlo con licor maraschino por causa de una diabetes que no padecía. El escritor pasaba los días en el mítico Floridita, de La Habana, llevando siempre consigo un termo de un litro para poder después transportar a casa lo que no trasegaba en la barra. Cuentan que una vez, acodado en su rincón, se bebió quince de sus especiales, entre las diez de la mañana y las siete de la tarde, y se fue a escribir tan fresco, como si nada hubiera ocurrido hasta entonces. Cuando le preguntaron cuál era el secreto para mantenerse sobrio, respondió ufano: «Beber de pie».

La vez que estuve en el Floridita, bebiendo, también de pie, al lado del bronce del escritor, apenas tuve la paciencia que hay que tener para oírle contar la historia del Daiquirí Hemingway a un viejo y somnoliento barman cubano de los que al parecer había tratado a tan ilustre cliente. El caso es que Hem se empeñó en mejorar el popular cóctel y lo consiguió, aunque, eso sí, sin dejar de ingerir azúcar, ya que el azúcar también existe en la receta del maraschino. Abrumado por la presencia subliminal del personaje, pasé al comedor a cenar unas ancas de rana que por su tamaño se parecían a las pantorrillas de las bailarinas del Folies Bergere. Jamás he vuelto a ver unas ancas como las de aquellas ranas gigantes.

El ron que utilizaba Hemingway para sus especiales era el blanco de Bacardi o Bacardí, con cuyas botellas dirigía las coordenadas de su barco Pilar en los días de pesca, es decir los que no pasaba acodado en la barra del Floridita. «Una de Bacardí al Este», decía mientras se dedicaba a perseguir atunes y marlines. Precisamente en la cubierta del Pilar posó en 1935 con el mayor marlín capturado hasta la fecha, de unos 533 kilos de peso. Algo realmente asombroso. Su éxito con el carrete podría haberse equiparado al literario en términos de hazaña. Aunque la felicidad sea difícil de evaluar en una vida tan plena, es posible que los días más felices los pasase en la cubierta de un barco, resoplando a través de la Corriente del Golfo en busca de un marlín. Durante sus años pasados en el Caribe, se las arregló para ganar cada concurso de pesca organizado en Key West, Bimini o La Habana, para frustración de los propios lugareños, que no veían la manera de superar a un pescador tan avezado.

Como se sabe, uno de los rasgos característicos de la personalidad de Hemingway era la desmesura. Su relación con el alcohol es uno de los comprobantes más fiables de ello. Mantener que una proporción de uno a siete vermut/ginebra es la más adecuada en el Dry Martini resulta de lo más sensato. Sin embargo, Hemingway, presumiendo como siempre de su acusada dipsomanía, defendía las 15 partes de ginebra por una de vermut, en homenaje a la teoría del mariscal Montgomery de que no había que entrar en combate hasta tener una superioridad así sobre los alemanes. Acostumbraba a beber un cóctel carnívoro llamado Bullshot cuando la resaca podía medirla en términos taurinos como si se tratase de una monumental cornada. En el Bullshot, el caldo de vaca sustituye al zumo de tomate de un clásico Bloody Mary. El resto de los ingredientes es vodka, salsa de Worcestershire, Tabasco, pimienta negra recién molida, sal y, dependiendo del barman, rábano y unas gotas de Amargo de Angostura.

El suyo llegó a ser el estómago de un alcohólico, pero eso no significa que despreciase la buena comida. Sus primeros recuerdos sobre ella se remontaban a los veranos interminables de la infancia en Michigan y a las truchas que él mismo pescaba. Una segunda escala de la memoria le transportaba a las becadas con patatas soufflé y el puré de castañas descubierto en Milán, donde había sido hospitalizado por las lesiones sufridas en el frente de guerra del Piave. Más tarde vendrían la remoulade de apio, el pollo frito con trufa, el civet de liebre, los embutidos y la mostaza con pan de la bohemia parisina. También figuraba entre sus platos favoritos el ciervo en salsa de enebro que acostumbraba a comer las temporadas de esquí en Austria y Suiza. En España, el lechal asado, las aceitunas aliñadas con ajo, el estofado de conejo, el pulpo o la paella de La Pepica. En Cuba, las langostas, los frijoles negros, los plátanos fritos, el filete de dorada, etcétera. París era una fiesta. De aquel tiempo provienen algunas descripciones de esa memorabilia gastronómica. En concreto una muy sencilla: les pommes a l´huile. En 1924, se escapó a la Brasserie Lipp para celebrar la publicación de una historia por la que la revista alemana Der Querschnitt le había pagado 600 francos. «La cerveza estaba muy fría y era maravillosa. Las patatas eran firmes y el marinado de aceite de oliva, delicioso». Le gustaban salpimentadas, como casi todo.

En otro de los renombrados clásicos parisinos, La Closerie des Lilas, se puede comer todavía el filete de ternera con pimienta Hemingway, acompañado de patatas y flambeado al whisky en la misma mesa. Existen pocos establecimientos de comidas y bebidas en el mundo más literarios que La Closerie, que frecuentaron, entre otros, Paul Fort, llamado el príncipe de los poetas, uno de los primeros en empujar la puerta del local a principios del siglo pasado para jugar al ajedrez con Lenin. Verlaine, Apollinaire, Alfred Jarry, Tristan Tzara, Breton, Scott Fitzgerald, Picasso, Beckett y el propio Hemingway, entre otros, se sentaron en su terraza en frente del jardín de las lilas. La Closerie es uno de esos lugares con historia para mitómanos y curiosos donde la comida ha pasado a ser lo de menos, pese a que no se come mal del todo. De esos hay muchos, y todos ellos puede que los haya frecuentado Hem.