La primera impresión como lector es que este es un libro escrito de forma más directa que los anteriores, quizá más rotundo. ¿Es así?

Esa impresión quizá nazca del hecho de que Niños en el tiempo es un libro conmovedor por su temática. No digo que otros textos anteriores no lo fueran, porque siempre me interesa llegar al corazón de los lectores, y no sólo a su inteligencia, pero esta novela enfatiza asuntos especialmente emotivos.

También parece que tenga una pulsión vital del propio autor más fuerte que en otros.

A pesar de su punto de partida, que es duro y delicado, Niños en el tiempo es un libro optimista. Casi me atrevería a decir que es un libro feliz. Eso hace que la pulsión de vida, el elemento afirmativo, tenga más peso que cualquier consideración en sentido contrario. Lo que nace como un libro de duelo acaba por ser un texto conmemorativo. Las tres partes de la novela (herida-cicatriz-piel) explican ese trayecto desde el dolor hasta la curación.

¿Cuánto pesa su experiencia de la paternidad en Niños en el tiempo?

Mucho, obviamente, pero no más que en libros anteriores. Lo que sucede es que, en este caso, el asunto se hace explícito de forma mucho más directa, pues Niños en el tiempo es en gran medida una novela sobre la infancia. La paternidad, en cualquier caso, es un asunto que está presente en la mayoría de mis libros, una obsesión muy querida por mí.

Ese temor elemental que todo progenitor siente ante la posible pérdida del hijo, ¿es el desencadenante de este libro?

No lo creo. Sentí ese temor de modo muy evidente mientras redactaba Derrumbe, una novela que coincidió con el nacimiento de mi hija Vera, pero no sucede eso en el caso presente, aunque el libro esté dedicado a mi hijo Valerio. No me resulta sencillo explicar los mecanismos que pusieron en marcha la redacción de Niños en el tiempo, pero no considero que mi paternidad haya tenido un peso decisivo en ese sentido.

Frente a la muerte, concluye, no sirve ninguno de esos consuelos que en apariencia agrandan la vida: las lecturas, los viajes? ¿Para qué escribir entonces o para qué leer?

Yo escribo por necesidad. Escribo para aplazar esa experiencia de la muerte todo lo posible. O para llegar a esa experiencia habiendo meditado entre tanto acerca de su carácter irremediable. La lectura es el complemento de esa búsqueda. Leer a otros para saber qué se puede oponer a lo que no tiene remedio. Leer no para ser sabios o felices, sino para comprender que, aunque no existen remedios contra el sinsentido, contra la angustia o contra la desaparición, hay que seguir viviendo e intentar hacerlo con dignidad.

Mantiene esa indagación sobre la escritura, sobre la literatura, sobre el arte frente a la existencia, presente ya en obras anteriores. ¿Esa es una búsqueda inagotable o hay ya algún resultado concluyente?

Respondo con una frase muy sencilla, y a la vez muy profunda, de alguien que reflexionó con enorme talento acerca de este asunto, Georges Bataille: «La literatura es lo esencial o no es nada». Cada vez me siento más comprometido con este radicalismo. Si la literatura no trata sobre asuntos decisivos y se encarna en libros decisivos, entonces no es nada. Es aire, es mercancía, es un fantasma. Lo mismo sirve para el resto de manifestaciones artísticas. O atendemos a lo esencial o sólo somos farsantes, y entonces vale más dedicarse a cualquier otra actividad.

Escribe: «La vida sólo tiene sentido como relato. Y el relato, por definición, es falso». ¿Significa esto que, pese a su condición superior, la vida se pierde si no se cuenta?

Diría que vivir es contar o, mejor dicho, ser contado, pues no existe nada en nuestra vida que no pueda ser contemplado desde la óptica del relato. Creo que sólo podemos explicar nuestra vida mediante su narración. Que sólo el relato nos permite aspirar a un atisbo de inteligibilidad. Pero que ese atisbo de inteligibilidad es, a la postre, otra mentira. Es como si nunca estuviéramos presentes mientras la vida sucede, como si sólo a posteriori, cuando las cosas han pasado, pudiéramos explicar qué hicimos y por qué. Claro que entonces, en ese instante de la narración, indefectiblemente mentimos. La gran paradoja es que la vida no se puede contar, pero que sólo mediante el expediente de su narración la vida puede aspirar a ser comprendida. Ese es el drama y, a la vez, la victoria de la literatura.

¿Por qué crear una nueva ficción en torno a la figura de Jesús?

Como lector, soy un apasionado de las Escrituras, tanto de la potencia estilística del Antiguo Testamento, con todo ese mundo terrible y resonante, bellísimo literariamente, como de la aventura novelesca del Cristo encarnado en el Nuevo Testamento. La figura de Jesús me interesa poco o nada tanto desde el punto de vista histórico como desde el punto de vista de la fe, pero me fascina como personaje de un relato, como literatura. En ese sentido, sentía que, como lector, se me había hurtado una parte decisiva en la formación de ese personaje: la infancia. Así que he querido restituirla desde el uso pleno y libre de la imaginación literaria.

¿Diría, como uno de los personajes, que «nunca había escrito un libro tan difícil»?

Si lo pregunta por la osadía que puede suponer escribir sobre Jesús, la respuesta es negativa. En todo caso, confieso que la estructura de Niños en el tiempo ha sido quizás la más compleja que he abordado como novelista. Ha habido decisiones muy difíciles de tomar en lo que atañe a la concreción final del libro. Y creo sinceramente que la novela es ciertamente audaz, tanto desde el punto de vista de su arquitectura como desde el punto de vista del sentido de semejante forma.

Como autor, ¿considera conjurado ese peligro del que habla, el de «la muerte en vida del escritor al que el silencio se ha tragado»?

La literatura es caprichosa, y la notoriedad lo es aún más, así que uno nunca puede estar seguro del todo. En cualquier caso, mi único temor como escritor sería caer en la mediocridad. Aunque paradójica, esa es sin duda la forma de silencio más perversa que existe.