Todo lo que no es arrebatador es superfluo, dijo Emil Cioran alguna vez. Y salió a la calle pensando que había marcado su réquiem (cada uno buscamos el nuestro) a la modernidad. No fue así. Saldría a la calle, eso puede que sí, pero ya antes de volver, y mucho antes de que él mismo naciese, o supiese lo que era o no era arrebatador, o lo que era la calle, ya había por ahí algunos listos que le habían dado completamente la vuelta a la superfluo, arrastrando su significado por las ruinas del significado. Ay, querido Emil, mira que había adjetivos, mira que ibas bien, que tu intención era bellísima€pero llegaron los cabrones de siempre. Todo lo superfluo es arrebatador. Todo lo innecesario se ha tornado imprescindible. El artificio como método para el distanciamiento de lo que debe ser el cajón de la vida. Ánimo, Emil, a ver así: todo lo que no es arrebatador endominga; mucho mejor, no te preocupes, siempre están los traductores para cargar con el muerto. No hace tanto, cuando aún flotábamos en la famosa burbuja (cierro párpados) en que hablar de transgresión era asunto de trasnochados, de poetas clamando atención como buenamente pudiesen (esto último sí que tiene parte de razón), de sufridores por decreto ahogados en su propio ombligo estilográfico (tampoco esto se desencamina mucho, qué lío), era el mismo tiempo en que no descuidar los derechos básicos producía los mismos efectos, y ahora nos encontramos aquí repitiendo viejos eslóganes, por mentecatos. Las paradojas tienen mucho peligro. La literatura es un instrumento más para erigir la realidad, un arte, cosa que lo diferencia de las tragaperras o las bolas chinas, pero al fin y al cabo un instrumento para huir o flotar sobre todo esto, y a veces quien sustenta esa obra es tan fascinante como ésta misma y, entonces, hallamos el milagro: brillo, elegancia, heterodoxia, sutilidad, sofisticación, exotismo, vértigo, y la libertad extrema (que suele ser sinónimo de una soledad irremediable), la necesidad de volver a aquellos momentos de sombras y excesos que nos sujetan en los días funcionarios. Por otro lado, ahora, en este momento, mientras desayunas o vagueas leyendo esto, habrá miles de aspirantes, y no tan aspirantes, a esa exclusiva tortura célica, con resacas como los aparatosos pianos de los hoteles de cuatro estrellas, con cuerpos paralizados por aludes de cocaína en venas mendigando pulso, y sin posibilidad de hacerse ni una sopita -la inutilidad doméstica se da en el primer curso de esta carrera-, pobres: el fondo del vaso de un hombre sin talento sólo es el fondo del vaso de un hombre sin talento. ¿Y qué hay de esos genios, la mayoría grandes bebedores, por ejemplo? Lo mismo que todos los vecinos del quinto grandes bebedores, los genios son genios y los vecinos del quinto, vecinos del quinto a los que una temporada en el infierno no los sacará más que una temporada del quinto D, sin genialidad mediante. Qué peligrosas son las paradojas, Dios. ¿Me habría acercado a las obras de Lasso de Vega, Alejandro Sawa, Barba Jacob, Jean Genet o Miguel Ángel Velasco sin el eros estéril que las catalizaba mucho más allá del vaho bajo el escritorio? Superficialidad, no, os equivocáis, artificio señores, artificio arrebatador, artificio duro y duro y la pureza para otros menesteres. Lo dijo Cocteau que de esto sabía demasiado: «La historia es una verdad que a la larga acaba siendo mentira, mientras que el mito es una mentira que acaba siendo verdad». Lo previsible destruye. La trasparencia es una horterada. Así era, querido Emil.