Si alguna vez se ha preguntado cómo resultaría vivir siendo un dios, piense en Paco de Lucía: un hombre considerado, sin discusión alguna, sin debates, como el supremo arquitecto de un arte, las seis cuerdas del flamenco; un señor que acostumbraba a leer frases como «Decís que soy una leyenda de la guitarra, pero no tenéis ni idea; sólo hay dos o tres leyendas de la guitarra, y por encima de todas está Paco de Lucía» -una cita atribuida a Keith Richards pero que muchos otros han pronunciado en similares términos-. Inmediatamente uno piensa en la responsabilidad de ser un dios, en la crueldad que supone haber alcanzado la perfección y, entonces, sentirse tirano de ella. Eso le ocurría al gaditano, que llegó a afirmar, explicando la tensión que supone tocar siempre al límite de sus capacidades, que la guitarra es «una hija de puta». Porque a él, lo que le gustaba, lo que más le gustaba era «estar tumbado», pescar y comer lo pescado, etc. Cosas sencillas. Las «cositas buenas» que titularon su último disco, el póstumo. A veces uno llega a pensar que Dios creó la Tierra simplemente para sentirse con el derecho a poder descansar a pierna suelta el séptimo día. Para vivir como dios, aunque sólo fuera por una jornada. Pero los dioses no viven como dioses.

Una vez, un periodista le preguntó a Paco de Lucía cómo era sentirse un mito viviente, y él respondió: «Yo sólo soy un trabajador especializado. Me incomoda, no me gusta que la gente me venere€ Esa cara que pongo cuando toco, como de concentración total, en realidad es una cara de miedo, porque estoy cagado de miedo, miedo a tocar mal, a defraudar el prestigio que tengo€». Miedo, en definitiva, a no ser querido, porque, como siempre confesaba, los últimos años de su carrera no fueron movidos por el dinero, ni mucho menos; el motor fue la «vanidad», el gustar y, así, sentirse querido. Sí, hasta los dioses hacen lo que hacen para sentirse arropados por los demás. O para arroparlos: contaba Paco de Lucía que empezó a practicar 12 horas al día con la guitarra -en realidad, él habría querido ser cantaor- desde el día que vio a su madre llorar porque no había mucha comida que poner en los platos de la casa. Entonces se propuso ser el mejor guitarrista de flamenco, como una salida laboral, como una forma de llenar su tripa y la de los suyos -mención especial a su padre, un coronel Parker inflexible guiando sus pasos-. Pero esto del arte por el hambre no es nada nuevo, oigan: «¡Bach estaba siempre tieso y cada semana tenía que componer una fuga para la catedral de Leipzig!», repetía Paco de Lucía como ejemplo de que la creación no sólo es esa cosa tan mitificada de la inspiración, de la magia y el duende; también es un trabajo. Que se lo digan a todos los flamencos que por aquella época hacían de las propinas de los pijos y cortijeros en tablaos semiclandestinos su único ´modus vivendi´.

Por el camino hacia la perfección, Paco se convirtió en el mejor seiscuerdas de todos, en ese payo que callaría las bocas de los gitanos -como su futuro otro yo artístico, Camarón de la Isla, que sostenía que los pielcanela no tenían exactamente lo que hay que tener- y el que supo hacer entender al jondo con Falla y Albéniz, la rumba con el jazz fusión€ Este ávido lector de Ortega y Gasset -en los últimos años se pasó a la novela histórica- sacó el flamenco de los márgenes de la intelectualidad y lo llevó a teatros, palacios de deportes y, cómo no, plazas de toros; que los flamencos sean considerados hoy artistas y no simple bandasonoristas de juergas se debe, entre muchos otros, a gente como Paco de Lucía.

También por el camino Paco de Lucía se volvió «un poco majarón», una persona un tanto «metiíta pa dentro»: durante un tiempo sudaba cada vez que sonaba el teléfono de su casa; era el ruido que le recordaba que había un mundo ahí fuera que le requería, que le buscaba y él sentía miedo. Sólo pudo encontrar el silencio en la alejada de casi todo Toledo, donde restauró un palacio del siglo XV para convertirlo en residencia-refugio-monasterio y poder alejarse del bullicio que siempre rodea al jondo; lástima que, cuentan sus vecinos, le martirizara la campana de una iglesia cercana -el guitarrista no se sentía católico sino más proclive a las religiones orientalistas-. Quizás por eso le gustaba tanto la pesca submarina, que practicó durante casi cuatro décadas: ya se sabe que el silencio del mar es el más elocuente de todos. Allí, ayer, en ese México donde solía ir para pescar y tumbarse en la hamaca un dios encontró su silencio.