En más de una ocasión el escritor Juan José Millás ha contado en talleres, charlas y entrevistas que si uno fuera capaz de escribir el diario de una novela mientras trabaja en un nuevo libro, al llegar al final sería éste primero y no el manuscrito pretendido la verdadera obra de importancia, lo que merecería la pena publicar, y se lograría con este sistema un artefacto narrativo superior al objeto que designa. Esa idea, que es también la de mostrar las tripas del proceso de escritura e ir haciéndole la biopsia a cada una de las partes del discurso, idea presente y creciente en la prosa millasiana, acaba de llegar ahora a su paroxismo con La mujer loca (Seix Barral), una novela que no lo es, conscientemente fallida, muy fragmentada, manierista en el catálogo de obsesiones del escritor -forma y fondo- y capaz de cavar túneles que la conectan con libros aparentemente tan dispares como El mundo (2007) o El orden alfabético (1998).

Dice Millás, y repite la solapa, que este libro iba a ser un reportaje que devino en «una suerte de novela» en medio de un periodo de sequía creativa. El propio escritor se convierte aquí en protagonista de la trama, dando lugar a una interesante instancia narrativa de autor real ficcionalizado (con perdón) que es y no es el autor real. Así se podría describir esta figura, más o menos, con un volumen de teoría de la literatura en la mano, y así lo pone en práctica Millás, cuya afición a estos juegos metaliterarios es conocida desde sus primeras novelas, como sucedía en el borgiano desenlace de Papel mojado (1983).

En La mujer loca la cuestión de las voces es sumamente complicada y constituye uno de los principales problemas de toda la trama. En sus páginas coinciden una mujer enferma terminal que ha decidido acabar con su vida y a la que Millás acude a visitar con la idea de hacer un reportaje, la chica que también vive en esa casa en una habitación alquilada y que sufre alucinaciones y obsesiones relacionadas con el lenguaje y el propio escritor, que completa la novela con algunas páginas de su supuesto Diario de la vejez. Dejando al lado maridos, amigos, amantes y secundarios, estas son las tres voces principales que van alternándose e incluso superponiéndose en La mujer loca, tratando de escamotear al lector una información fundamental en toda historia: ¿quién la cuenta?

Este primer juego se evidencia con unas perturbadoras incursiones de una voz que altera el tiempo verbal del relato desde el principio de la novela. En los capítulos finales el extrañamiento temporal irá todavía a más, sin que se ofrezca de forma explícita otra solución -existe más de una posibilidad- que una reflexión en la que el propio escritor, desdoblado en dos Millases, el de allá y el de acá, explica que «quizá el tiempo se detenía o se doblaba o se arrugaba ... algo ligeramente anormal ocurría con él».

El doble

Aparece ahí, claro, otro de los grandes temas del universo Millás, el del doble, muy presente en toda su producción, en especial desde Volver a casa (1990). La idea de dos Millases le sirve aquí, además, para abundar en una autoparodia que también recorre toda la novela y que es, quizá, uno de sus mayores aciertos: «El Millás de acá notaba, por ejemplo, las intromisiones del de allá al leer, ya publicados, los artículos que enviaba a los periódicos. Este no lo he escrito yo, se decía, lo ha escrito él. Y no solo se lo decía él a sí mismo, también los lectores comentaban con desconcierto en internet las apariciones del Millás de allá».

Jugando a las dicotomías, La mujer loca presenta también una nueva y divertida categoría, la de los porquesí y los porquenó, taxonomía universal de los seres humanos que recuerda un poco a la de los cronopios y famas de Cortázar.

Como se ve, todo en La mujer loca, remite, con manierismo, a otros textos del mismo autor. No sólo en cuestiones metaficticias y psicoanalíticas. La infancia y la juventud de Millás también se cuelan en esta novela, transportando al lector, durante algunas páginas, al universo de El mundo (2007), aquella novela por la que le dieron el Planeta y que algunos consideraron la menos millasiana de su producción.

Y el último de los enlaces evidentes es, claro, el que establece con El orden alfabético (1998), donde había expuesto de forma más intensa sus preocupaciones sobre el lenguaje. La mujer loca que da título a esta nueva novela lo está, precisamente, porque se le aparecen palabras y frases, su obsesión es el lenguaje y sobre estas cuestiones discute con Millás y con otros personajes a lo largo de todo el libro, ofreciendo algunos de los diálogos más divertidos de toda la novela. Pero la cuestión filológica no se queda ahí.

Sucede que Juan José Millás pone tanta lupa a la manera en que flexionan los verbos, se estructuran las frases y, en fin, se relacionan significante y significado, que uno casi llega a chiflar, como la protagonista, a quedarse paralizado, incapaz de avanzar por la trama ante tanto detalle microscópico. Se puede concluir que, de alguna forma, La mujer loca, como otra de sus protagonistas, es una novela enferma crónica a cuya disolución asistimos en tiempo real hasta su total extinción. Un artefacto narrativo suicida.