En sus últimos años vivía Baroja en la madrileña calle de Alarcón nº 12. Recibía a sus amigos con cierta frecuencia y allí transcurría una animada tertulia, no sin ciertos brotes de melancolía…

En aquel salón con tres balcones a la calle, pero de cierta penumbra permanecía el novelista largas horas; estanterías de libros a media altura presididas por cuadros de Ricardo Baroja, de Arteta, de Néstor; y don Pío hundido en aquel casi sacramental butacón siempre con el molde de su cuerpo y la manta a los pies. El que primero llegaba a la tertulia no veía más que una silueta borrosa, de espaldas a la penumbra crepuscular, que inclinada siempre sobre unas cuartillas era reconocida por la boina, recibiendo a su contertulio con una mirada fija, imperceptible por encima de las lentes, con el gesto casi automático para enroscar en su caperuza y dejar a un lado la pluma estilográfica.

Jamás hizo esperar a nadie ni aunque se le sorprendiese escribiendo porque al parecer dejaba el párrafo a la mitad con la llegada del primer visitante. Y entraba arrastrando los pies, se hundía en el butacón, se colocaba la manta sobre las rodillas y las manos sobre los brazos del sillón, para disponerse a escuchar, porque, al parecer, le gustaba más escuchar que hablar.

Apenas ya salía a pasear por el Prado o a tomar café en el Lyon de la calle Alcalá. Era el barrio donde pasó sus últimos años la más lograda combinación de monumentalidad, naturaleza y vecindad. En esos años don Pío ya caminaba hacia los ochenta y tenía sobre la mayoría de los temas unas opiniones inconmovibles, apenas le quedaba capacidad para la sorpresa; por lo que en cierto modo sus opiniones y criterios eran realmente descorazonadores para los más jóvenes que trataban de requerir esperanzadoras novedades del viejo maestro. Pero don Pío era todo lo contrario a un viejo maestro. Le horrorizaba la solemnidad y nada le parecía más ridículo que un hombre revestido de oropeles. Cuando se hablaba de cambios solía decir, con no amarga melancolía, «yo ya no veré más que esto», para añadir, con una de aquellas contradicciones reveladoras de la complejidad de su sabiduría, que tampoco le importaba mucho, porque lo único que podía divertir del cambio sería la posibilidad de dar una patada en el trasero a uno de aquellos señorones, en plena calle, A veces, se refería a algunos académicos por los que sentía un regocijado desprecio hacia su presunción. Aquel que acudiera a su casa para oír de sus labios lecciones magistrales podía salir defraudado. Allí no se hacía gala de gran sabiduría y la mejor lección que se podía obtener de la tertulia era el desencanto con cierta dosis de cinismo hacia ciertas cosas. La ácida indiferencia se extendía hacia todo lo vigente y el respeto se limitaba a unas pocas figuras y hechos del pasado, seleccionados con un criterio muy particular.

Tertulia

El consejo supremo de aquella comunidad estaba constituido por don Pío, Julio Caro, Val y Vera, el doctor Arteta… Uno de los hombres que más hablaba y opinaba era un abogado gallego llamado Estévez, el hombre mejor vestido de la tertulia a la que acudía casi todos los días con noticias frescas, sobre todo políticas, de España y del extranjero. Es fácil imaginar hasta qué punto se vivía en España la avidez por ellas, sobre todo las que no podían ser impresas. La realidad cotidiana, entre 1945 y 1955, ofrecía escasos motivos de estímulo y entusiasmo por lo que se comprende la afición a buscar una cierta amenidad en una zona de la fantasía. Porque el mentís diario, que el curso rutinario de los acontecimientos impone a unas esperanzas mal concebidas a menudo da origen a un escepticismo, a una suerte de perverso regocijo en la adversidad y un desquiciamiento de la credulidad, porque a medida que lo esperado se torna improbable, más deseable se hace lo inverosímil. En la casa barojiana de la calle de Alarcón, era condición indispensable vivir en las nubes porque allí se enseñaba a perder toda clase de confianza en el entusiasmo.

La personalidad de don Pío y la tertulia alrededor de él eran como una constante del universo. Allí no se producía el menos cambio ni en las personas ni en las opiniones ni en el tono general de la reunión. A lo largo de una vida de más de ochenta años y de una carrera literaria de más de sesenta, apenas alteró un ápice las premisas de donde había partido. Era el hombre menos pagado de cierta seguridad y más inclinado, por su formación liberal y antidogmática, no sólo a recibir sin prejuicios las opiniones ajenas sino a poner por delante su propia incertidumbre, la poca vehemencia con que abrigaba sus convicciones. Se pintó en varias ocasiones como hombre poco amigo de la controversia, que había aprendido a asumir sus vacilaciones y contradicciones en una taciturna soledad, que cuando su criterio entraba en pugna con otro con frecuencia se recluía en el aislamiento y en el desdén, poco deseoso de desarrollar el esfuerzo necesario para imponer el suyo. No gustaba imponer nada y, haciendo suya aquella tantología de la conducta liberal, respetaba las opiniones ajenas.

Pero aquel continente tranquilo y dúctil, poco dado a la lucha, que gustaba de la persuasión y nunca se encrespaba, estaba sustentado por un esqueleto indeformable; detrás de su apariencia melancólica, inocente y pacífica, era un castillo inexpugnable y del desencanto había hecho su primera línea de defensa. La suya era la seguridad de la inseguridad; vivía en la paz de aspirar a muy pocas cosas y como no se hacía ilusiones de volver a tener ilusiones, no era huraño ni triste. No era un anciano pesimista, por eso a pesar de estar solo, en esa especial aura de soledad que proporciona un apupo de adictos y admiradores, nunca estaba a la defensiva.

El doctor Val y Vera, con frecuencia, a cierta hora de la tarde suministraba al escritor un colirio con cierta teatralidad, subiéndose las mangas con gestos de ilusionista. De todas las largas y constantes tertulias, queda una estampa, con una cierta animación y unas pocas anécdotas que añaden poca cosa. Don Pío era el hombre menos anecdótico, menos dado a la salida ingeniosa y a la situación pintoresca; y todavía más lleno en su trato que en su lectura apenas dejaba a su personalidad ocupar el espacio de su cuerpo. De la misma manera que todo su equilibrio radicaba en aquella suerte de acercamiento del desencanto, el deterioro y la necedad, su mejor atractivo residía en una personalidad que no abrumaba ni ocupaba espacio ni por sí misma pretendía despertar mucho respeto. Como no podía ser de otra manera, era un hombre totalmente congruente con su obra: que había formado su personalidad practicando la poda de todos los elementos tópicos que constituían el arquetipo del artista, de la misma manera que su narrativa había sido despojada de retórica.

*María Jesús Pérez Ortiz es filóloga, catedrática y escritora