Como las madres nacidas en la posguerra, las que identificaban comer mucho con salud y matizaban que sus hijos no eran gordos sino «fuertecitos», en el mundo de la cultura, tan famélico en Málaga durante tantos años, hay una especie de axioma que convendría ir desterrando: «Cuanto más, mejor». Nadie jamás en otras disciplinas se plantea el gigantismo, la expansión infinita, como una estrategia de crecimiento viable; sin embargo, en la cultura, especialmente desde que nuestros políticos descubrieron que hostelería, turismo y cultura amplían la fórmula sol y playa, nada aquí parece suficiente. Así, esta semana se ha abierto una pinacoteca, Museum Jorge Rando, y se ha anunciado un proyecto que para muchos resulta estrambótico, el de la filial española del Museo Estatal de Arte Ruso de San Petersburgo en Tabacalera.

El centro del pintor malagueño indica un camino interesante: autogestionado, sin más ayudas públicas que un apoyo al proyecto -el Ayuntamiento sólo ha aportado una partida presupuestaria para la rehabilitación del edifico anexo al Convento de las Mercedarias en que se ubica-, y en busca de un público artístico concreto, más allá de lo que les pueda apetecer a señores y señoras con chanclas que pasean despistados por la ciudad. El que ya muchos llaman El Ruso es otra historia, otro apéndice en la cada vez más extravagante muestra de las relaciones entre la política dirigente y el mundo del arte.

En su libro 'Tesoros de la Tierra: Museos, Colecciones y Paradojas', Keith Thomson, director del Museo de Historia Natural de la Universidad de Oxford, recuerda: «En una ocasión acudí a una reunión de la Asociación Americana de Museos. Uno de los participantes estaba entusiasmado porque había descubierto que se había fundado un museo cada día entre finales de los 80 y principios de los 90. Todos allí crean que era maravilloso; yo, que era terrible». En 2012, el Ministerio de Cultura de España hacía números y censaba 1.529 museos en nuestro país -o sea que nos salía la cosa por una institución museística por cada cinco municipios más o menos-, de los cuales casi el 68% son de titularidad absolutamente pública. Andalucía, con 186 pinacotecas, y Valencia, con 205, están en el top de comunidades con más museos. ¿Muchos, pocos, suficientes, demasiados? Como todo en estas historias, cada uno tendrá su visión de las cosas. Aunque, sugiero, convendría desterrar un segundo axioma en lo tocante a la cultura: sugerir que se redimensione un ámbito de la cultura, que se racionalicen sus números, significa estar a favor de una liberalización salvaje y, de alguna manera, estar en contra de la propia cultura. El propio Thomson concluía en su libro: «Necesitamos un contrato público que diga qué vamos a hacer en un sentido de patrimonio público y un plan de negocios que diga quién va a pagar qué y dónde». Esa reflexión, recuerda Thomson, recibió las críticas de algún que otro profesional de los museos rápidamente al quite: «Este hombre tiene la absurda noción de que los museos deben ser gestionados como empresas». Quizás no como empresas per se, pero sí como iniciativas necesariamente viables.

El director general de Bellas Artes,

Jesús Prieto, lo aseguró el año pasado: «Hemos abierto demasiados museos sin garantizar su sostenibilidad. Quizás España haya vivido por encima de sus posibilidades museísticas». No es una opinión más o menos sesgada por el credo político; teóricos del arte como José Francisco Yvars también lo tienen claro: «En los 90 todos querían su museo (...) Estos centros se han convertido en una especie de pivote que justifica una inexistente política cultural. De hecho, antes de construir muchos museos habría que haberse planteado con qué se iban a llenar».

Pero en Málaga siempre hay un argumento para la defensa de lo que podría considerarse un gigantismo museístico sin base real. Cuando uno cuestiona la pertinencia de levantar en la avenida Sor Teresa Prat una pinacoteca nutrida de iconos bizantinos y ejemplos del mejor realismo ruso, rápidamente alguien le recuerda: «No olvide usted que aquí vivimos del turismo». Cierto: por ejemplo, el 70% de los visitantes del Museo Picasso Málaga son extranjeros. Apabullante, sin duda. Puntualicemos, no obstante, el poder de atracción turística que pueda tener un museo tan delimitado en su concepto como la franquicia de San Petersburgo; y una simple impresión, puesto que no soy experto en lides turísticas ni mucho menos: quizás yo sea yo mismo y mi circunstancia, alguien poco representativo, pero si fuera un ciudadano ruso lo último que haría durante mi estancia en Málaga es ir a ver los restos de stock de un -no el: ése se llama Hermitage- museo ruso de arte ruso.

Aunque en estas cosas, la verdad, ¿quién habla realmente de arte? A finales de los años ochenta la agencia Saatchi & Saatchi ideó una campaña publicitaria para el Museo Victoria & Albert; el eslogan: «Un café de primera junto a un agradable museo». La frase irónica ha devenido profecía cumplida: el año pasado, se anunció la construcción de una gran cafetería al lado del Stonehenge. Así que, señores del Ayuntamiento: si van adelante con lo de San Petersburgo, pongan mucho afán en sus volutos y sus frappuccinos. Entonces tendremos la ciudad perfecta, ahí, justo al lado del café perfecto.