Nunca puedo pasar por el Museo Metropolitano de Arte en Nueva York sin pensar en ello no como una galería de retratos vivos sino como un cementerio de riquezas deducibles de impuestos» (Lewis Lapham).

De la misma forma que los partidos que dicen buscar la regeneración democrática hablan más de marca que de ideología, muchos museos modernos dejaron hace tiempo de verse a sí mismos como instituciones comprometidas con el devenir de la sociedad en que se enclavan; ahora prefieren definirse también marcas, nombres y logotipos identificables, exportables. Son parte de esas arquitecturas pasajeras tan frecuentes en nuestra visión del mundo marcada por el descubrimiento rápido, fugaz; contenedores diseñados por y para visitantes y turistas, esos vecinos vertiginosos en eterna persecución de experiencias acumulables. Así será el Centro Pompidou de Málaga, que nacerá el año que viene y morirá, sí o sí, dentro de diez años a lo sumo. Cruel tarea la de determinar la desaparición de lo que ha creado uno mismo.

Es cada vez más habitual: la Tate Gallery ha tenido un hermanito en Liverpool, el Victoria & Albert se escinde rumbo a Dundee, el Louvre y el Guggenheim viajarán a Abu Dhabi (el segundo también a Helsinki); en nuestro país, mucho se ha hablado de que el Museo Reina Sofía podría estar preparando una sucursal en Santander. Como refiere Christopher Beanland en su interesante artículo ¿Hay futuro para el museo tradicional? para The Independent, «Los museos han acudido en masa a las ciudades portuarias con aspiraciones, que buscan a visitantes sofisticados». Es lo que se denomina en el mundillo como el efecto Krens -Thomas Krens fue el responsable de la decisión del Guggenheim de abrir franquicias en medio mundo-. Beanland cita al arquitecto Michael Sorkin, uno de los miembros del jurado que decidirá cuál es el proyecto arquitectónico en que se envasará el Guggenheim de Helsinki: «La extensión global de los museos-marca tiene sus riesgos, como la difusión del arte sofocantemente uniforme, concebido como un producto y conducido sólo por dinero -¡ninguna ciudad sin su perro de globo de Koons o una araña de Bourgeois-, o la supresión y el olvido de las escenas locales». Y remata: «Los medidores del éxito de estos museos, las cifras de visitantes, las aportaciones a la industria turística y las ventas en las tiendas de regalo no son los adecuados para medir con precisión el arte». El arte. Ay. A finales de los años ochenta la agencia Saatchi & Saatchi ideó una campaña publicitaria para el Victoria & Albert; el eslogan: «Un café de primera junto a un agradable museo». La frase irónica ha devenido profecía cumplida: el año pasado, se anunció la construcción de una gran cafetería al lado del Stonehenge y el que viene, nuestro Pompidou estará muy cerquita de franquicias de ropa y comida más o menos rauda. ¿Desentonará?

En realidad, Alain Seban, el timonel de la pinacoteca parisina, tiene muy claro que lo que inaugurarán en Málaga no será un museo: «Los museos son lugares en los que hay que considerar las cosas a largo plazo, pensando en las largas distancias; los museos sirven como faros que destilan el sentido de la autenticidad y la verdad, lugares de belleza y meditación, en una era como ésta de duda, incertidumbre y cambios rápidos», sentenció una vez. Si el arte es el testimonio tanto de un instante como de una época, ¿qué arte supondrá el Pompidou para Málaga cuando, dentro de diez años, los operarios recojan los bártulos, se lleven los picassos, los bacons, los magrittes, los kahlos y los ernsts para otro lado como si fueran esas cajas de menaje con el rótulo de «cuidado: frágil» de una mudanza cualquiera? Sí, porque la singularidad de la operación Cubidou radica en su temporalidad: nacerá para vivir 5 años, 10 como mucho; la globalización krensiana ha dado un nuevo paso en su evolución: lo permanente no es necesariamente bueno; lo temporal, lo que no es fijo -vendido con palabras como laboratorio o experimental-, lo que viene y se va, se adecua mejor a esta era.

De los muchos artículos que circulan sobre Thomas Krens y su revolucionaria estrategia museística a partir de la expansión internacional del Guggenheim, recuerdo uno de The New Yorker en que los consejeros del Museo de Arte Moderno de San Francisco hablaban de Krens -él se postuló para dirigir la pinacoteca-: «Cuando conversó con nosotros nos dio un miedo tremendo: sólo hablaba con organigramas y de estrategias, ordenadores y cifras... No mencionó el arte ni una sola vez». Qué lejanos quedan los años ochenta y sus argumentos tan inocentes. A los consejeros del Guggenheim, sin embargo, su cháchara hitech y mercadotécnica les sonó a gloria: lógico, estaban en una situación financiera desastrosa. De ahí a que abriera dos guggenheims de bolsillo en un casino en Las Vegas, un paso; uno de ellos cerró tras sólo una exposición. Para muchos, Krens era sólo un broker, alguien que apostaba, que ganaba y perdía con el dinero de los demás. La expansión quedó retratada al final como un castillo de naipes: todo había sido construido sobre deudas y más deudas, retirando fondos propios para hipotecar un futuro cada vez más incierto. Krens fue despedido -su jefe, Peter Lewis, escribió así sobre él: «Ha convertido el Guggenheim en un circo artístico global, posicionado conceptualmente en algún lugar entre un casino y un gran almacén»-, sus planes de expansión abortados y los halagos que recibía en la prensa al comienzo de su gestión fueron sustituidos por artículos coronados por la frase «estaba claro que algo así iba a ocurrir». Sin embargo, a pesar de la lamentable conclusión, no fue el fin de una época; más bien, el comienzo de otra. Como reflexionó Hans Haacke: «Muchos de los colegas de Thomas Krens, aunque de una forma menos llamativa, están determinados a perseguir estrategias similares para convertir capital cultural en capital monetario». También Alain Seban, cómo no. ¿Qué lugar ocupamos nosotros, Málaga, en esa estrategia, en el plan Pompidou? Simple: nosotros somos las monedas.

El arte que muchos entienden como un pasaporte a la eternidad es ahora una polaroid cuya imagen aparece... pero también desaparece. Y el Pompidou Málaga aportará bastante en consolidar esa noción: hablamos más de un ninot que de una escultura, más de la versión de prueba de un antivirus que del antivirus en sí mismo, más de la enésima casa habitada circunstancialmente por un inquilino que de un hogar en que instalarse, vivir; hablamos más de las fallidas experiencias de Krens en Las Vegas que de su operación bilbaína. Eso sí, nos quedará el valioso recuerdo, porque, no sé usted, pero yo seguro que me acercaré para contemplar obras que ni en mis sueños imaginé que vería sin tener que coger un tren o un avión; nos quedará el arte como una experiencia verdaderamente impagable. Y eso nadie nos lo podrá quitar.