Bernardo Díaz Nosty, catedrático de Periodismo y experto en comunicación, regresa a su pasión con la novela La monja encuadernadora (Luces de Gálibo), un vistazo a la historia del siglo XX narrado con agilidad y suspense. Una obra que engancha desde la primera línea, repetida en diversas fases de la trama: «¡Hay que bombardear el Vaticano!».

¿El título es un homenaje a la literatura y al papel?

La idea nació de una realidad muy cercana. En mi biblioteca tengo unos cuatro mil libros sobre la República, la Guerra Civil y el Franquismo que siempre quise encuadernar, porque el paso del tiempo los va deteriorando. Pero nunca encontré a una sor Delfina que se pusiese manos a la obra en un convento de clausura. La monja es uno de los hilos conductores, porque la historia es bastante más compleja y gira en torno a la construcción autoritaria de la Historia. No sé si hay homenaje, pero, en caso de haberlo, sería a la literatura. El papel es apenas un soporte y amarillea.

¿Cómo le llegó la idea de una monja que rompe mitos encuadernando libros?

La monja joven, hija de una conocida familia ovetense, lee en el convento tantos libros, bendecidos con el nihil obstat de la Iglesia de la posguerra, que se rebela frente a un fundamentalismo excluyente, delirante. Una tableta digital entra en el convento de clausura, camuflada entre los viejos libros, y sirve para comunicar al dueño de la biblioteca, el periodista Martín Lator, con la religiosa.

¿Cuánto tiempo le llevó crear la obra?

Dos años intensos, en los que la historia de la monja se entrecruza, en un tiempo narrativo paralelo, con la de una mujer excepcional, la rusa Moura Budberg, la Baronesa Roja, a la vez amante de Máximo Gorki y H. G. Wells, que va a revolucionar la vida cultural de Londres.

¿Hay otro homenaje a escritores de su gusto quizá?

No. Los escritores que aparecen, además de Gorki y Wells, pasan por la novela porque la historia pasó por ellos. Son personajes con vida, como Isadora Duncan o Isaiah Berlin. Viven, hablan, se mueven, se humanizan. Hay cercanía con todos los personajes rusos, empezando por Lenin, y todas las víctimas del canibalismo político de Stalin, como en el caso de Yakov Peters, que es otro de los ejes de este panóptico del siglo XX.

Y cuando llega a España asoman periodistas que escriben al dictado y algún nombre familiar.

Es sor Delfina quien descubre en una obra de fray Justo sobre los mártires de la Guerra Civil que detrás de la escritura hay un periodista, el padre de Martín Lator, que ha añadido historias falsas de su cosecha a cambio de 25.000 pesetas, como la de un abogado de Sama de Langreo herido por los rojos y devorado por los lobos, o dos hermanas violadas y muertas en la playa de San Lorenzo de Gijón.

¿Cuáles fueron los mayores obstáculos a los que se enfrentó preparando el libro?

Vencer las inercias del mundo académico. Recuperar la economía de la narración literaria, que me viene del periodismo. Pulir los vicios retóricos. Ha sido un ejercicio que me está facilitando mucho el trabajo de las dos siguientes novelas.

¿Hay mucho trabajo de documentación?

Mucho más que en un libro académico, por extraño que parezca, pero aquí hay que dejar que las lecturas se acomoden a la descripción, que fluyan, que no se noten, que no empalaguen, que no abrumen, que cobren vida propia.

¿El libro recorre varios escenarios, de Moscú a Londres pasando por Florencia, Leningrado, Berlín, Madrid, Burgos... ¿Los imagina o los viajó?

He tenido la fortuna de viajar mucho. Los viajes son determinantes en esta y en las próximas novelas, en las que la vida pasa por Chile, Canadá y China. En La monja encuadernadora la geografía me es familiar, salvo la del capítulo en el que Gorki viaja a Solovki, que es el que más me gusta. Sobre esa geografía se mueven los personajes en un tiempo histórico necesariamente recreado.

¿Diría que es un libro muy político o quizá una trama sobre el ser humano atrapado entre poderes?

Más bien este segundo aspecto. Sí, sí... Tal vez hay algo de denuncia de la vieja forma de hacer política. En mi vida me he acercado alguna vez a la política y he salido escaldado. Ahora entiendo el suicidio intelectual que supone trabajar al dictado del relativismo político. Así murió Gorki, pero no Wells.

¿Moura Budberg, personaje importante en la obra, cómo la ve su autor?

La tía abuela del viceprimer ministro británico Nick Clegg. Moura pasa por espía soviética, por liberar al diplomático británico Lockhart a cambio de favores sexuales al jefe de la Cheká, por envenenar a Gorki a instancias de Stalin. Historias falsas aireadas por el sensacionalismo de la Rusia postsoviética. Moura ya era un mito mucho antes. Baste decir que en 1934 Michael Curtiz, el director de Casablanca, la convirtió en protagonista de la película Agente británico.

¿Qué hay de ficción y de retrato histórico en el trabajo?

Historia, casi todo. Ficción, la monja sor Delfina, el convento de La Atalaya, la casa de Foxu. Ficción, la amalgama, el retablo, el capricho de la narración...

¿Hay una crítica a la religión o al nacional catolicismo?

Hay descripciones. Se reproducen decenas de párrafos literales de los libros que encuaderna la monja. No tanto a una religión, no tanto a un momento histórico, como al fundamentalismo, como a aquellos que matan en nombre de Dios. La novela empieza diciendo «¡Hay que bombardear el

Vaticano!», el grito de Wells en un Londres bombardeado cada noche por la aviación nazi. Hay una crítica a los totalitarismos del pensamiento, de los cuerpos y de las almas.