­Una calle sin luz. Una noche oscura y fría. De repente un coche recorre la calzada y sus faros iluminan a un rostro, con negro sombrero y abrigo del mismo color. Es una cara bella y atractiva, ligeramente ladeada con una sonrisa entre cínica y burlona. La palidez de ese rostro ocupa toda la escena como un farola en medio de la noche. Enfrente asombrado Joseph Cotten en el papel de Holly Martins, lo mira sin creérselo. Se dirige rápido, cruzando la calle, hacia esa repentina figura que domina el espacio como amo y señor. Lo ha reconocido. Lo llama por su nombre. Este sale del oscuro umbral que lo resguarda y huye entre los rincones y esquinas que señalan las calles de Viena; corre veloz marcando en las paredes su sombra que persigue inútilmente Holly Martins. Harry Lime que así se llama el oculto personaje desaparece entre callejuelas sórdidas y desordenadas reliquias de una Viena destruida por la guerra.

Ese hecho, se ha quedado marcada en la memoria de cinéfilos, aficionados y público como señal única e inmarchitable de la presencia de un actor llamado Orson Welles. Es verdad que la visualización de esta escenografía no hubiera sido posible sin la valiosa aportación del director de fotografía, Robert Krasner. Estamos, hablando, claro, de El tercer hombre (Carol Reed y guión Graham Greene, 1949). En otra inolvidable secuencia, la de la noria, la belleza de su voz y los sutiles cambios tonales de Orson Welles, a lo largo de la conversación con Joseph Cotten, y, donde cada gesto y mirada están llenos de sutiles y ambiguas amenazas, sólo hacen confirmar el poderío actoral de Welles. Como bien indica Peter Cowie (El cine de Orson Welles) la maligna personalidad de Harry Lime, encarnada por Welles tiñe todas las secuencias del film. El mismo Welles dice: «Odio a Harry Lime: no tiene pasión; es frío,es Lucifer, el ángel caído». Esta película es un reflejo del llamado toque Welles y que lo definen como una personalidad única en el mundo de la actuación en el cine sonoro. Ese estilo se basa -como indica Cowie- en un inefable don de magnetismo. El ojo, la luz, la fotografía son atraídos cuando aparece en pantalla. Es una mágica fotogenia que se hace irresistible. A su vez, no se puede negar tampoco, que su poderosa constitución física y su dominio de la voz y del idioma inglés resaltan aún más esa capacidad como actor singular. El mismo Welles ha dicho: «La actuación en el cine es un misterio fascinante. La cámara parece formar sus propios criterios, gusta de algunos actores y les da a otros una mirada fría, vacía».

Además, muchas de sus mejores interpretaciones, se caracterizan por apariciones breves y rotundas que elevan la calidad de la película o mejoran una secuencia determinada. Sin ir más lejos en El tercer hombre su presencia abarca unos pocos minutos centrada en la parte final de la misma. Otros ejemplos similares son: el Padre Mapple en Moby Dick John Huston, 1955 ) que Guillermo Cabrera Infante, bajo el pseudónimo de Cain así lo expresa con ese mismo parecer; Raíces del Cielo (Huston 1958); Austerlitz (Abel Gance, 1960); Hotel Internacional (Anthony Asquith 1963); La carta del Kremlin (Huston, 1969); Trampa 22 (Mike Nichols 1970); El viaje de los malditos (Stuart Roesenberg,1976). Quizás donde más destaca la atmósfera wellesiana, que impregna toda una película son aquellos papeles de protagonista o actor principal, como: Estambul (Norman Foster, 1942, con guión de Welles y Cotten), en el rol del Coronel Haki que inicia el gusto de Orson Welles, para resaltar su interpretación, con el añadido, de elementos postizos y de maquillaje; Jane Eyre (Robert Stevenson, 1944) con esa grandiosa aparición como un coloso duro y soberbio como Edward Rochester, y sobre todo, Impulso Criminal (Richard Fleischer, 1959 ) en una actuación imperecedera en su alegato de doce minutos contra la pena de muerte, en el papel del abogado defensor, Jonathan Fink.

A nadie se le oculta que muchos de sus trabajos en películas mediocres eran nutricionales que le permitían tener presupuesto para filmar sus obras. Welles como actor, dirigido por otros, participó en más de 30 películas. Este tipo de contratos le producían a su vez una gran indignación, por ver como se gastaba alegremente el dinero, que, el, tanto necesitaba para sus películas.

Respecto a sus interpretaciones en las películas dirigidas por el mismo se debe mantener una distancia prudencial porque estas obras una evidente base conceptual que Welles siempre remarcaba: que toda película se finalizaba siempre en la sala de montaje. Y, como es bien sabido, las películas de Welles fueron continuamente boicoteadas y manipuladas por mezquinos intereses comerciales. Pero, a pesar de estas duras condiciones la interpretación de Welles sobrevuela libre, como un pájaro, por encima de todas estas circunstancias.

En las pocas veces que pudo manejar, en parte el montaje final como es el caso de Sed de Mal (1958 ), en la cual se propuso a través de una brillante planificación ponerse al servicio del personaje del inspector Quinlan, que el mismo interpreta, y apoyándose en su obesidad mórbida que nunca esconde e incluso potencia, le sirve para lograr una actuación magistral, abrumadora, sórdida como símbolo de la maldad misma. Donde Welles se muestra en todo su esplendor como actor son las películas inspiradas en Shakespeare (Macbeth, Otelo, Campanadas a medianoche) que contrastan claramente con la visión de su contemporáneo Laurence Olivier. Éste último monta sus películas con una mirada de teatro filmado, mientras que Welles recurre a una puesta en escena muy física, en decorados reales y al cercana al cine negro en sus planteamientos fotográficos y de realización que engrandecen su homenaje, como actor, al dramaturgo inglés . En otras películas como Mr. Arkadin (1958) y El proceso (1962), Welles se presenta como un personaje malévolo, manipulador y deseoso de poder. Una excepción, sin embargo, es la fascinante, La dama de Shanghái (1947), en la que Welles juega y se mueve con soltura en una apasionante ceremonia entre la inspiración dramática y el humor negro.