En Málaga, de momento, hemos aprobado primero de una asignatura importante en esto de la modernidad, la Cultura como Acontecimiento: dominamos el arte de las colas y entendemos el mogollón de personas como fiable indicador de que las cosas se hacen bien. Se acordarán de cuando estuvo entre nosotros, en el CAC Málaga, Marina Abramovic: 2.000 personas crearon una inauguración-performance en el CAC y le gritaron a la artista en varios idiomas -que se note el cosmopolitismo- «¡Marina, te queremos!» en algo entre el arte contemporáneo y el fenómeno fan. Pero con los acontecimientos culturales hay un considerable inconveniente: al día siguiente de la apertura de la muestra de la Abramovic, todo un sábado, la explanada que invita a los visitantes al Centro de Arte Contemporáneo se encontraba vacía; el acontecimiento había pasado, quedaba el arte, sin más, en teoría lo más importante de todo pero que a veces acaba ahogado por sus alrededores, por lo que los anglos llaman el hype. Eso es lo que más me preocupa en estas horas de monumental resaca de la Semana Fantástica del Museo: que la cultura en nuestra ciudad no vaya a ser más que un acontecimiento, un algo que viene, se produce y se va. Como el propio Centre Pompidou Málaga, un equipamiento cultural de, si me permiten, obsolescencia programada: nos abandonará dentro de cinco o diez años quedando en la equidistancia entre una exposición temporal larguísima o un centro de arte fugaz.

La noche del sábado quise felicitar a José María Luna, el hombre que ha pilotado el encargo de operación franco-rusa con eficacia y destreza, y me respondió: «Ahora, a llenar los museos». Lo cierto es que ayer al mediodía la estampa en las inmediaciones del Pompidou distaba mucho de las colas espectaculares de la jornada anterior, la del estreno absoluto; a media tarde tampoco había que guardar más de diez minutos de cola y sólo al final de la jornada la fila para entrar era realmente brutal, tanto que las puertas del centro se cerraron dejando a muchos con las ganas de Cubidú. Error de principiantes en esto de los museos, donde no necesariamente se aplica la práctica tan malagueña de ir a las cosas cuando y como a uno le apetece. Hasta en esto va a tener que hacer pedagogía la sede malagueña del gigante francés. Porque lo del Pompidou en nuestra ciudad es más una oportunidad que una realidad y cuanto antes lo experimentemos con la avidez y hambre del alumno en vez de con la petulancia del que se cree maestro, mejor.

Desde ciertos sectores de la crítica de arte establecida, la de los grandes medios y suplementos nacionales, se escribe con desdén y notable crueldad al respecto del Museo Ruso y el Pompidou malagueño como ejemplos de la mcdonaldización del arte. Estas críticas, algunas muy válidas e interesantes en sus reflexiones sobre la política cultural, pecan, a mi juicio, de carencia de empatía: que en una ciudad como Málaga, una parte del concepto provincias tan empleado en los focos de todo en nuestro país, hoy se puedan ver piezas de Chagall, Malevich, Dado, Ernst, a mí, que llevo década y media como humilde cronista de la vida cultural malagueña, me resulta casi un honor, un lujo. Y uso expresamente la palabra lujo para referirme a un hecho: hasta hace no tantos años los malagueños no creíamos poder merecer algo de estas características y nivel, un complejo de inferioridad que, lo hemos visto, no ha traído nada bueno. Pues bien, ya lo hemos conseguido, ya lo hemos pagado -porque no nos olvidemos que en esto del arte todo se consigue con dinero- y ahora nos toca merecerlo. Pero no vale con ponerse gallito, con ese chauvinismo exacerbado y de pandereta que comienza a aplicarse a la cosa cultural -hay gestores artísticos de aquí que aseguran que Madrid está copiando el modelo cultural malagueño y se quedan más anchos que largos-, o repetir como dircoms frustrados expresiones tipo Málaga, la nueva milla del arte de España, ya mantras desprovistos de sentido.

Por supuesto que el concepto de franquiciado museístico me repele, que me disgusta que en este tipo de asuntos se tengan en cuenta criterios turísticos casi tanto como artísticos, pero lo cierto es que nos podemos meter en jardines de disquisiciones teórico-museológicas, como en uno de esos círculos interminables de Podemos donde se hace debate hasta del debate, pero sólo terminaríamos dándonos cuenta de que la vida ha pasado delante de nuestras narices sin que nos hayamos enterado. Yo mismo he pecado de scroogeísmo en múltiples ocasiones como ésta, sólo para terminar llegando a una conclusión sencilla pero a veces esquiva: ¿por qué no dejarse llevar y disfrutar?

Lo verdaderamente importante del Centre Pompidou Málaga y el Museo Ruso es lo que suceda a partir de ahora, lo que hagamos con ellos: los números y las cajas registradoras cuentan, sí, porque las cifras nos indican cosas y nos llevan a reflexiones, pero también habrá que estar atentos a los intangibles, a ver las rostros y los ojos de los ciudadanos mirando, por ejemplo, Movie house, de George Segal, para, pasado el tiempo, comprobar si esa observación artística, silenciosa y callada, uno de los actos más íntimos y antiespectaculares de todos, ha terminado calando y permeando; si la misión de una obra de arte es hacernos, de alguna manera, personas más agudas, sensibles o reflexivas, la de un museo es conseguir que una ciudad haga lo propio.

Si nos paramos a pensarlo, el carácter fugaz o provisional del Pompidou malagueño es una bendición encubierta. La propia mortalidad y caducidad de este pinacoteca nos obligará a probarnos y demostrarnos: el Pompidou abandonará el cubo dentro de cinco años, diez a lo sumo; si entonces, con todas las obras de arte contempladas, todos los talleres y actividades desarrolladas y disfrutadas, los malagueños no somos capaces de dotar al espacio de algo de similar interés, emoción y enjundia, habremos fracasado como ciudad, no habremos aprovechado la oportunidad de trascender el acontecimiento, superar el cliché y demostrar que podemos ser más que la tierra natal de Picasso.