­Así como en literatura se ejercita la comparación entre autores, estilos y géneros, las artes plásticas suelen ser reacias a tal práctica. Si no se singulariza a un artista, la dimensión plural suele quedar limitada a una escuela o una corriente. Por eso hay que saludar la iniciativa de los respectivos museos de Barcelona, y de Figueres y Sant Petersburg (Florida) para confrontar a Pablo Picasso y Salvador Dalí y ver qué los unía y qué los separaba. Frente a frente, los dos colosos de la pintura española del siglo XX (y con Velázquez y Goya, de todos los tiempos).

Aparentemente, y no por razones meramente estéticas, cada uno de ellos ha sido tenido como referente de esas dos Españas resultantes del estallido de la Guerra Civil. Sin embargo, si hacemos caso omiso a los prejuicios ideológicos, al espectador de la exposición Picasso/Dalí. Dalí/Picasso le resultará más fácil descubrir que, pese a las diferencias de estilo apreciadas y establecidas entre ellos (siempre fruto de la simplificación), en muchos aspectos coincidieron y se admiraron.

Una primera diferencia a considerar, objetiva por cronológica, es la edad pero no tanto porque tuviesen visiones generacionales distintas sino porque los aprendizajes de cada uno tuvieron lugar en entornos estéticos distintos. Así, Pablo Picasso (Málaga, 1881) tuvo que romper, en tanto que protagonista de primera línea, con el lastre clasicizante de la pintura apocada de la España derrotada en 1898 y de la Barcelona de burguesía emergente que, a pesar del primer Modernismo, aún condicionaba la estética al orden.

Sin embargo, Salvador Dalí (Figueres, 1904) creció cuando las vanguardias pictóricas ya habían estallado (cubismo: en 1907 Picasso pintó Les demoiselles d’Avignon; fauvismo, suprematismo), con la circunstancia añadida que no aprendió el oficio en la Llotja de Barcelona -como había hecho Picasso- sino en la Real Academia de San Fernando, de Madrid, con estancia en la Residencia de Estudiantes, donde conoció a compañeros con inquietudes semejantes (García Lorca, Buñuel, Alberti).

Intención

En 1926, tras ser expulsado de San Fernando, Dalí viajó a París con la intención -entre otras- de conocer, a través de Buñuel, a Picasso. Este ya tenía referencias del ampurdanés por los elogios que Miró le había dedicado. Hasta entonces, Salvador Dalí había experimentado con las formas cubistas (incluso consigo mismo: Autorretrato con La Humanité, en Figueres, o Autorretrato cubista, en el Reina Sofía) pero tal vez sin acabar de entender sus mecanismos, simplemente siguiendo un catálogo que le había regalado el pintor Pichot, amigo de su familia, ya que en sus años de formación ya no había cubistas en Madrid.

Pero antes de instalarse en la ultrarrealidad, que no era otra cosa el su(pe)rrealismo, en dimensión onírica, Dalí coincidió con Picasso en la exploración de un nuevo clasicismo de inspiración mediterránea, con cierto parecido con los parámetros que en Cataluña adoptó el Noucentisme en la década de los diez (Maillol, Torres-García) y que, acabada la guerra mundial, en la década siguiente cuajó en aquel appel a l’ordre que recuperó las formas de Ingres. De esta estética, que exaltaba las formas corporales redondeadas, tenemos dos muestras evidentes en la exposición: Grupo de desnudos femeninos (Picasso, 1921) y Banyistes des Llaner (Dalí, 1923). Formas llevadas a la máxima expresión cuando pintó a su hermana Ana en Muchacha en la ventana (1925).

Otra circunstancia común al malagueño y al ampurdanés fue que a pesar de las diversas exploraciones estéticas que emprendieron, nunca se separaron de la representación de la figura humana o del objeto. Cuando André Breton fundó el movimiento surrealista (París, 1924), Picasso coqueteó con él pero Dalí se adhirió incondicionalmente. De aquel momento, la exposición que comentamos presenta dos obras picassianas relativamente insólitas ya que, sin acabar de dinamitar la figuración, se acerca mucho a una representación objetual: Desnudo de pie y Figura, ambas de 1928.

Coordinación

En 1930 y bajo la coordinación de Louis Aragon, vinculado al movimiento surrealista, Picasso y Dalí participan en una exposición de collages en la galería Goemans. En los años siguientes, y a petición del editor Skira, el malagueño ilustra con unos grabados la Metamorphose d’Ovide y el ampurdanés Les Chants de Maldoror, de Lautréamont. Pero ambos se alejan del movimiento: el primero porque estéticamente no le convence y el segundo porque considera que se acerca al marxismo.

Pero ello no significa conformismo. Ambos derivan hacia la distorsión de las formas naturales, Picasso alejándose de la geometría cubista y Dalí encaminándose al onirismo y al delirio con su método paranoicocrítico. En este sentido, conviene destacar la presencia en la exposición de Profanación de la hostia (1929, en Sant Petersburg), calificado de «cuadro blasfemo» cuando lo presentó en París en 1931 y transformado en «pintura de esencia católica» (en sus memorias The secret life of Dalí, 1942) cuando su autor vio que, tras su triunfo en la guerra, había Franco para tiempo.

En ese sentido, se produjo la aparente divergencia entre Picasso y Dalí. Y digo aparente por cuanto el segundo ya había intuido el conflicto bélico español en 1935 con Premonición de la guerra civil (en el Philadelphia Museum of Art, fue expuesto en la reciente antológica de París y Madrid), uno de cuyos estudios ha sido prestado por el Reina Sofía para esta Picasso/ Dalí.

Habiendo roto ya con el movimiento surrealista, en 1939 Breton bautizó a Dalí como Avida Dollars, censurándole su pasión por el dinero, pero Salvador Dalí y Gala huyeron de París ante la amenaza de la invasión nazi con destino a los Estados Unidos, donde estuvieron ocho años y donde el pintor recuperó el catolicismo perdido.

Prado

Por su parte, Picasso -que había sido nombrado director del Museo del Prado en 1936- regresó a la capital francesa antes del alzamiento militar, donde permaneció como apátrida -después que le denegasen la nacionalidad francesa- a pesar de la ocupación y procurando no crear problemas con los nazis. Lo ha recordado Alan Riding en Y siguió la fiesta, quien también ha señalado que recibió en su taller a algunos dirigentes culturales del III Reich como Heller o Ju?nger. Con anécdota incluida, cuenta Riding, cuando a la pregunta de uno de ellos sobre si el Guernica lo había hecho él, Picasso respondió: «No, fueron ustedes». Llegado el momento de la Liberación, el malagueño buscó el mejor salvoconducto: afiliarse al Partido Comunista Francés, quien sabe si con una suculenta cuota de entrada. Lo cierto es que fue nombrado presidente de la ejecutiva del Frente Nacional de los Artistas, el organismo encargado en ese ámbito de la depuración de colaboracionistas con el gobierno de Vichy y con los ocupantes.

Tal vez por eso no resulte tan desencaminada aquella afirmación de Dalí que sostenía que si Picasso era pintor y español, él también, y que si era comunista, él tampoco. Sin embargo, a pesar de tales divergencias no rompieron del todo. Es más. Aunque siguieron por caminos diferentes, continuaron reconociéndose y ambos exploraron al que ambos tenían por el mejor pintor español: Diego Velázquez.

Y muestra de ello lo tenemos en esta exposición que los confronta, con algunas piezas de la colección de Las Meninas picassianas del museo catalán y la visión daliniana (Velázquez pintando la Infanta Margarita con las luces y sombras de su propia gloria) o la visión que cada uno tuvo al interpretar el cuadro que el sevillano hizo de don Sebastián de Morra: Picasso con El adolescente (1969) y Dalí con Detrás de la ventana, a mano izquierda, donde sale una cuchara, agoniza Velázquez (1982).