­Muchos saciaron las hambrientas vistas con su pálida desnudez. ¿Cuánta belleza es capaz de recibir el corazón a través de los ojos de una sociedad, la española de aquellos tiempos, atrofiada por la hipocresía de no dejar atrás el rezo dominical, después de contemplar de soslayo y a escondidas el último filme de Emmanuelle? Eran momentos tórridos y tiempos de cambio infiltrados por aquellas piernas eternas que ponían a prueba la voluntad de los más retrógrados defensores de los valores de un desfasado nacionalcatolicismo. Obraban en la sombra para que nada avanzara y todo permaneciera en blanco y negro.

La portada de Interviú que puso en danza a todo el país un 2 de septiembre de 1976, lo hizo, sin embargo, en color y bajo las insinuantes palabras de Marisol, joven y desnuda. Como si hubiera salido de un conciliábulo local, más que de una redacción de periodistas profesionales, la publicación trajo consigo una acusación de atentado a la moral y de escándalo público. A estas aireadas recriminaciones hubo que sumarle, por parte del fiscal del momento, la petición de inhabilitar por 10 años al responsable que dio origen a aquella incendiaria portada, el maestro fotógrafo César Lucas. «Es una foto que ha quedado anclada como memoria de un tiempo histórico», señala el autor de la instantánea como si una ventana se hubiera abierto en un cuarto lleno de humo. «Fue un bombazo que impactó de lleno en las emociones de la gente», recuerda quien fuera el único privilegiado de poner a Marisol delante de un objetivo sin que ésta sufriera un prurito de profunda desconfianza.

El mito de Marisol, actriz y cantante que dejó sin aliento al hombre español y llenó de complejos de inferioridad a los nichos matrimoniales de un país entero, se agigantó ese día. Hasta el punto de convertir en casi indescifrable al ser humano que ahora se esconde detrás de la sombra de su propio mito. El mismo que todavía moviliza a miles y miles de personas en todo el mundo, a pesar de que éste haya sido silenciado y enterrado a petición propia. «El día que hicimos pública la exposición, me sorprendí de la enorme repercusión que tuvo el anuncio a nivel mundial», relata Lucas sobre el nostálgico afloramiento de sus incondicionales. Con cada gota de la escasa lluvia informativa que cae sobre Marisol, se difumina, aún más, la imagen de su propia persona. En un momento dado decidió borrarse a sí misma y pasar al anonimato que le brindaba Pepa Flores. Lo hizo firmando un pacto de silencio con Málaga, ciudad que la vio nacer y que, de alguna manera, estaba aprendiendo a convivir con la aureola de la fama que le llegaba, aunque agazapada, de las salas de fiesta de una Marbella que se había erigido en seria alternativa a Saint Tropez.

Acostumbrada ya a caminar por sus calles sin que nadie tan siquiera le moleste para hacerse un selfie, Pepa Flores, a sus 67 años, vuelve a ser protagonista. Este jueves se inaugura en La Térmica una exposición dedicada a esta malagueña que alcanzó cuotas de fama internacional nunca vistas hasta el momento. Bajo el nombre de El resplandor de un mito, César Lucas, la persona que seguramente más veces habrá fotografiado a Marisol, ofrece al interesado cincuenta fotografías que trazan la metáfora de un icono que era querido por todos pero, que cuando miraba por la ventana, se sentía sola ante el mundo.

Detrás de todas las máscaras habidas y por haber, la mejor manera de descubrir a una persona es preguntándole por sus libros más amados. A día de hoy, a pesar de la incesante rumorología, se desconoce cuál es el escritor favorito de Pepa Flores. En Un rayo de luz, la primera película de Marisol, estrenada en 1960, aquella niña tierna y angelical, embutida en un pomposo traje blanco, tan burocrático como revolucionario a su vez, interpretaría su papel no sólo delante de las cámaras. Al mismo tiempo hizo su irrupción en el salón de millones de familias para convertirse en la sonrisa más querida del país. Galardonada con el Premio Inter del Festival de Cine de Venecia, aquello fue el comienzo de todo. Lo que vino después es un icono cultural en una constante búsqueda por algo que debía llegar, pero que nunca lo hizo. Portaba consigo un secreto que permaneció oculto tras su belleza. Así rodó una infinidad de películas, hasta que descubrió el que iba a ser el papel de su vida: ser madre anónima.

Cuando uno habla con César Lucas, el fotógrafo que ahora ha tenido que seleccionar entre todas sus imágenes las cincuenta más representativas, queda claro que Marisol poseía ese don de conquistar a la gente. Un intangible que caló en una sociedad tan encorsetada como sedienta de héroes. En un país todavía huérfano de blasones deportivos, Marisol lo tenía todo para triunfar. Una cara cincelada por los propios cánones de belleza ajenos todavía al disparatado culto al dios de la silicona, unos ojos tan grandes que parecían dos canicas alineadas en perfección con sus suaves pómulos de fino colorete, y que daban lugar a una sonrisa que ya querían todas las abuelas para sus nietas. Si lo tenía todo, sólo le faltó un simple catalizador para poner en marcha la conquista del país. Llegó con la figura de Manuel Goyanes. Si Marisol era algo así como el Klondike dorado, su descubridor ya estaba intoxicado por el polvo de oro que imaginaba flotando en el ambiente. Alimentado por un carácter tan agradable a veces, como pérfido en sus intenciones, Goyanes la trasladó a Madrid donde alojó a Marisol en su propia casa. Quiso surfear la ola él solo, hasta el punto de hospedar a la madre de la joven en una pensión impidiendo que viviera bajo el mismo techo con su hija. Porque el mundo del espectáculo también era eso, y con Marisol, Goyanes había encontrado a su particular pepita de oro que no estaba dispuesto a compartir con nadie. Entre los años setenta y ochenta Marisol se mantuvo firme entre los vaivenes de vivir con el crisma de haber sido la niña prodigio del franquismo y la propia decadencia de un régimen que se estaba dando de bruces contra el glamour internacional que pedía romper con todos los anclas que amarraban a dictaduras y demandaba musas sin tapujos y senos voluptuosos sin censura.

Hablar de un ángel caído, como aquel mito glorificado que se devora a sí mismo después de la ebullición de una fama fugaz que precede al martyrium del olvido, sería faltar a la verdad. Y Marisol tenía todas las papeletas para ocupar, justamente, un lugar en esa lista que han ido engrasando las Judy Garland, Shirley Temple, Whitney Houston y Mariah Carey del gremio con un largo historial de neuronas cortocircuitadas por una deliberada apología a la politoxicomanía. Nunca después, hasta la llegada de Antonio Banderas, alguien de Málaga había escalado hasta tan arriba, cantándose y desnudándose directamente hacia los corazones de todos los españoles. Nunca antes, la caída de altura había sido tan exageradamente pronunciada. Pero Marisol supo amortiguar el golpe cuando decidió escapar de la cárcel de su propio personaje para convertirse, de nuevo, en Pepa Flores. Una simple vecina más del barrio de La Malagueta.

Muchos, aún, se preguntan por el porqué. Era rica, tenía fama, una carrera y gozaba de una belleza extraordinaria. Por si faltaba algo, tenía hasta los ojos azules. Pero dijo basta ya. Vivió como una extraña en el mundo del espectáculo. Así, en 1985, dijo adiós con su última película Caso cerrado. Título, a la postre, premonitorio. Fue un adiós sin aviso. Marisol se había cansado de alegrar a todos los demás, mientras que veía como la melodía que sonaba en su interior era la confesión de un alma solitaria.

Si en sus tiempos de apogeo fue capaz de eclipsar las miserias que traía consigo perder la infancia por ser niño prodigio en un mundo, que se regía por los achaques de furor narcisista de un dictador arribista, a mediados de los ochenta, ya había tomado todos los preparativos para emprender su exilio. Después de su primera ruptura matrimonial con el propio hijo de Goyanes, se casó en Cuba con el bailarín Antonio Gades. Lo hizo con el puño en alto porque el ojito derecho de la propaganda franquista, además de romper con su vida delante de los focos, se había pasado al espectro ideológico del comunismo.

Ahora, a pesar de haber matado a su propio personaje, cuando pasea por las calles de Málaga para hacer la compra en el mercado, le acompaña en cada paso eso que entre todos nos hemos puesto de acuerdo en llamar mito. El de Marisol surgió de las tensiones de una aparición divina y su meritoria fuerza de voluntad para romper con todo en un impulso de innegable inteligencia que detectó, en algún momento, que se había convertido en un simple trozo de carne que flotaba en una piscina llena de tiburones. Una vida que, en no pocos casos, habría acabado con la ingesta de cianuro. ¿Marisol o Pepa Flores? La mujer de las dos caras. Sólo pudo prevalecer una. Se antoja difícil que una malagueña anónima, al margen de toda actividad pública, vaya a contemplarse a sí misma a través de su museística e inmortal belleza.