Retirada totalmente de todos los focos públicos, Pepa Flores vive hoy una vida totalmente anónima como una vecina más del barrio de La Malagueta. Ella, ahora, se siente mucho más cómoda con el papel de madre que eligió por voluntad propia, que con cualquier otro que le hayan podido brindar en décadas envuelta en el mundo del espectáculo. Tachada como niña prodigio y ojito derecho de la propaganda franquista, se despidió de los escenarios por deseo expreso y sin previo aviso. Desde el momento que dijera adiós, han sido numerosos los ofrecimientos, en algunos muy suculentos, para llevarla de nuevo frente a las cámaras o para que revele su vida en algún plató televisivo del corazón que intoxican la sobremesa. Pero es incorrecto pensar que Marisol, ahora Pepa Flores, se esconde del mundo como una fugitiva en busca y captura. Saben bien sus vecinos que no es así, cuando la ven pasear a su perro por las calles de su barrio, o cuando vuelve cargada de bolsas después de hacer la compra. A pesar de no querer ser el centro de atención, no rehuye de nadie y no va por la vida de incógnito. Aun habiendo confesado su atracción por el martillo y la hoz, nunca hubo ningún manifiesto capaz de alejarla de otras de sus grandes pasiones: la Semana Santa. Si uno afina la mirada, es posible verla, como una ciudadana más, contemplando el suave balanceo de los imperiosos tronos que desfilan por las calles de Málaga una vez al año. Privada pero no cerrada, se deja ver, preferentemente, junto a una de sus tres hijas para apoyarlas en sus apariciones públicas. Al igual que su madre, Celia y María han decidido inmiscuirse en el mundo del cine. Aunque todo el mundo quiera preguntarle algo a Marisol, en realidad, hay más misterio alrededor de su figura, del que ella misma crea. Pepa Flores vive arropada por los malagueños, aunque no se le espera por La Térmica para ver la exposición dedicada a Marisol.