La marea negra de criaturas cornúpetas y acervezadas fluía por el túnel de una M30 huérfana de vehículos, como si hubieran tomado la ciudad unas hordas infernales con panza de cebada, en dirección a un mastodóntico ritual pagano con los intermitentes de los coches sustituidos por el guiño constante de las luces de unos cuernos de plástico. Más de cincuenta y cinco mil personas rodeaban el Vicente Calderón, un ambiente de gloria que no vivía desde hace mucho tiempo: esa energía era la corriente alterna perfecta que los tipos que nos esperaban detrás del escenario sabrían reciclar y transformar en una bola de acero que utilizarían para macharnos a todos.

Y así fue. La demolición dio comienzo con unos Vintage Trouble en estado de gracia; banda de rock con un cantante soulero que se metió al personal en el bolsillo al primer gruñido, salto al respetable incluido, que lo paseó como al sepulcro por medio estadio. A la altura de las circustancias y sin fuegos artificiales: esta gente el cañón lo traen incorporado.

En capilla los australianos y un petardazo de salida que todavía resuena en mi coco. Ahí estaban, no lo podía creer, exactamente iguales que hace cuarenta años; eso sí, guitarrista nuevo, batería rescatado, bajista con el pelo ceniza, un cantante metido en formol y un Angus Young que se salía del pellejo como un escolar de los Maristas un viernes tras la campana de salida. Escenario de película, con sus cañones, su Roxy más gorda y más guapa que nunca, su infierno, sus plataformas de subida y bajada de guitarrista, unas pantallas donde se podía ver hasta los empastes del cantante y la liturgia ya estaba en proceso. La unión de esta banda y el público: si hubiera dinamo que pudiera focalizar esa energía, daría luz a Madrid durante un mes. Ni por un momento se te pasaba por la cabeza sacar un teléfono para hacer fotitos: estábamos ya en la vorágine, hipnotizados, extasiados, la frase del maestro Candy Caramelo que me acompañaba en tal brutal evento resumía la corrid: «Jamás volveremos a escuchar una guitarra a ese volumen».

Rock sin concesiones, adornado con lo más vanguardista del mundo del macroconcierto, un batería con su tu pa, tu tu pa de base y la personalidad fagocitadora de un Angus mandando sobre la pista. Estalló el obús, las minas y la bomba de neutrones. Chapó de órdago para estos tipos que con su fórmula más que machacada siguen poniendo la piel de gallina y lograr el mayor espectáculo de rock que puedes ver, oír y babear. Viva la madre que os parió. Siempre nos quejamos Candy y un servidor de que somos de echar el pecho adelante en el escenario, la falta de actitud en todo lo que podemos ver que funciona en estos lares, cantantes orfidales, guitarristas que se miran los pies, bateristas empecinados en berenjenales rítmicos con la baquetas cogidas con cinta aislante para que no se les escapen... Después de ver a estos abuelos sentar cátedra de energía y actitud, seguimos suscritos al club. Benditos sean estos señores que siguen predicando con lo suyo, hoy que todo es imagen de rock pero con menos fondo que una lata de anchoas del Cantábrico, siguen siendo referente. Otro día más de gloria en la capital, la próxima, mi querido Zimmerman el tramposo, pater de todos.

Ya de vuelta a la city costasoleña, quisiera hacer una reseña sobre el CAC de Vélez, que ha tenido la deferencia de invitar a artistas de la provincia a una colectiva en sus instalaciones, entre ellas, Fieras De Versalles, con un gusto y un trato del que deberían tomar nota los señores de la capital. Tuve la oportunidad de hablar con la directora del centro y me demostró una gran sensatez sobre lo que realmente tiene que ser un museo de arte contemporáneo, totalmente en contra de crear un Tivoli cultural como el de la capital; preocupada de llevar la cultura al ciudadano de a pie y de abrir los espacios a los artistas locales. Enhorabuena y que cunda el ejemplo. «Al destino se le responde no se le pregunta». Abrazo zocato.

*Álex Meléndez es cantante y compositor