Hay días en que es mejor no levantarse, en los que te cuestionas hasta el aire que respiras, la vida que llevas, si tanto sacrifico y esfuerzo no caerá en saco roto...; hay otros que pasan volando porque estás en pleno centro del huracán con la agenda cargada de bolos y no da tiempo a pensar. Y luego hay días como el del sábado pasado, que te hacen olvidar las flaquezas y te cargan las baterías para otros mil kilómetros más.

Todavía no tenía muy asimilado el momento que iba a vivir esa noche, acostumbrado a estar siempre de escenario en escenario, esta vez iba a ser muy especial. Con un calor tremendo, subiendo a duras penas la escalinata que me llevaba a las tripas del Teatro Cervantes, el frescor de los aparatos de aire me sacaba una muesca de sonrisaque cobró todo su esplendor cuando contemplé un coro inmenso de hombres que entre risas y jaleo iban probando micrófonos, cuerdas y monitores, cantando como una coral de ángeles que tienen asimilado que su función eterna es hacer eso sin ningún esfuerzo. Vaya shock, entre abrazos y mucho cariño, me presentaron a todo el grupo. «Estás preparado», me dijo su director. Y yo falto de tono angelical, pero cargado de valor a raudales, le di la venia. De pronto, empezó a sonar una introducción preciosa, El día que me quieras y yo con estos pelos; todo un coro pendiente de mi canto, un teatro Cervantes más bonito que nunca totalmente vacío esperaba mi estrofa, yo sin guitarra que me sirviera de muleta... «acaricia mi ensueño...» El poder comprobar la resonancia de mi humilde voz en nuestro teatro más emblemático hizo olvidarme de todo. Pasó la prueba de sonido como una bala. «Muy bien, Zurdo». Menuda experiencia. Los camerinos eran un hervidero de buen rollo, camaradería y amistad. Imagínense para poner de acuerdo a cuatro tipos en un grupo de rock, échenle imaginación para lo que es llevar a una treintena de señores y que todo vaya como la seda. Tener un camerino en el Cervantes con tu nombre, aunque parezca una tontería, es un sueño cumplido. Mientras me cambiaba escuchaba que una pequeña facción de los Parrandoleros seguían entonando clásicos a tres voces, una maravilla sónica, que hacía que me diera prisa para no perderme detalle. Poco a poco la hora del estreno se acercaba. Las risas y los nervios, a flor de piel, pero verlos calentar las voces fue una pasada, haciendo un canon -una parte vocal interpreta una melodía y unos compases más tarde una segunda voz repite esa misma melodía de manera exacta o modificando el tono- como el que no quiere la cosa... Qué facilidad para hacerlo bonito sin egos ni estupideces.

Megafonía anunciaba los cinco minutos de rigor. Todos de punta en blanco como unos indianos del bolero tomaban posiciones. Se abría el telón. Desgranando clásicos de siempre se metieron al público en el bolsillo, yo solo entre bambalinas con el lagrimón piantando escuchando a Manzanero, con el corazón cogido con el homenaje al prócer andaluz Carlos Cano y esperando mi paso al frente con la ilusión desbordada.

«Poeta a media jornada, él no se queja, dice que malvive muy bien, socio de la soledad y una de las pocas personas que literalmente podrían morir de amor». Así abría la gran presentación uno de los componentes y terminó de volcarme el izquierdo antes de pisar las tablas. «¡Álex El Zurdo!». Esa ovación de los paisanos en un teatro tan importante que me rindieron, en una tierra tan hostil como la nuestra para los artistas locales, fue un reencuentro de puro amor. Yo, banquillo mediante, agradecí la invitación y expliqué el porqué un roquero estaba defendiendo un tango abolerado de Gardel esa tarde: la herencia familiar musical es lo más preciado que tengo y esos Lucho Gatica, Machín o tío Moncho desgranando bolerazos se quedaron a fuego; unido a la poca vergüenza de un servidor, que no le tiene miedo a nada... Pues allí me tenían delante. «Si eres capaz de levantar un teatro sin tu guitarra, sin tus canciones, cantando un estilo que no es el tuyo y con esa personalidad, miedo me das», me piropeaba la gran artífice de mi colaboración. Otra raya más para el tigre. Contra viento y marea nos vamos abriendo paso haciendo lo que más me gusta y recibiendo estos regalos del destino. Gómez de la Serna decía: «Quiere que le elogien... muérase». Yo, por ahora, sigo vivo y coleando.