En el imaginario de Marcel Pagnol, Honoré Panisse practica el ocio del meridional: bebe pastis y juega a la belote. La belote es un popular juego de cartas inventado se dice que en 1920, de manera que bien podría formar parte del decorado. Marius, la primera de las novelas de la trilogía marsellesa, fue escrita en 1928. Pero ¿y el pastis? El pastis no encaja cronológicamente, ya que vino después. Panisse mata sus horas con picon, limón y curaçao. Sin embargo la íntima relación del anisado con el universo provenzal y los estereotipos de Pagnol resulta tan indiscutible como el color entre lila y violeta de las lavandas.

Pernod Fils emprendió en los años treinta una producción que consistía en el embotellado de anís, aromas de regaliz y el 40 por ciento de contenido de alcohol. La base del pastis es el anetol, esencia que se destila del anís estrellado. Pero también puede ser del hinojo o del estragón. Su composición lleva raíz de regaliz y un gran número de hierbas provenzales maceradas en agua y alcohol, de acuerdo con la receta tradicional: menta, hojas de abedul, verbena, albina, maíz, hojas de grosellero, semillas de adormidera, tomillo, manzanilla, canela, comino, perejil, hinojo y cilantro. El pastis lo introdujo Paul Ricard -la bebida se ha identificado con esta etiqueta del primer productor nacional- en Marsella, en 1932, después de haber experimentado con diversas destilaciones campesinas. Es el matrimonio del anís estrellado con las plantas y sus especias, como reza en el lema de otro fabricante, Henry Bardouin, de Forcalquier, en la Alta Provenza, mi favorito. En 1935 en Forcalquier, Paul Ferréoux, pintor de profesión, compró una pequeña destilería fundada en 1898 para explotar las hierbas de la montaña de Lure, tan queridas por Giono. Y así nació Paulanis, etcétera.

Sale a colación el pastis y me acuerdo de Provenza y de los campos florecidos de lavandas entre Mirabeu y Valensole. Del olor embriagador y de los miles de matices malva y azul en los colores. Las lavandas forman parte, junto con los girasoles, del paisaje estereotipado y de la postal, pero por muy lugar común que nos parezca nadie puede abstraerse de ese tipo de belleza cuando recorre caminos y carreteras, bien por la alta geografía que corona el Mont Ventoux o los límites entre el Ródano y Vence, en los Alpes Marítimos.

Pero esta vez me he situado en la dirección de la bonne mère y de esos personajes de los caminos luminosos de Pagnol, que desde Aubagne a Marsella se niegan a desaparecer y siguen todavía casi un siglo después formando parte del estereotipo de la Francia meridional, donde el país pierde el norte y, por suerte, encuentra el aceite de oliva. Este año se cumplen precisamente 120 años del nacimiento en Aubagne del novelista, dramaturgo y cineasta, prototipo meridional de la felicidad que a veces desprende el contacto con la tierra. «Morir, realmente no me molesta. Pero me da pena dejar la vida», dijo en una ocasión. Jamás dejó de escribir, Topaz, Marius, Fanny, Cesar, El agua de las colinas, sus recuerdos de infancia destilados en La gloria de mi padre, el cine con más de veinte películas; la recreación posterior de su obra por parte de Claude Berri, Yves Robert y Jean Auteuil.

Para completar el trabajo emprendido por los impresionistas, Pagnol otorgó a Provenza una dimensión universal describiendo los colores según su alma de niño magnificados por el sentimiento de eternidad que inspira el paisaje. Las colinas Garlaban, la cueva de Grosibou, el Taoumé, el tomillo, el romero, la bullabesa, las grietas de sol en la tierra en cada de sus imágenes. Con un estilo sencillo, fabulador, sentimental y algo tramposo hizo reír y llorar a millones de lectores y espectadores de varias generaciones, seducidos y encantados por la atmósfera única de su mundo, entre Aubagne, La Treille y Marsella. Llegados a este punto, apetece beber una copa de rosado de Bandol y comer la famosa tortilla de tomates confitados que tanto le gustaba a nuestro personaje, con ese aroma inconfundible a oliva, tomillo y romero.

O la bullabesa, uno de los mejores calderos o sopa de pescado que se han inventado. Orgullo de Marsella, junto con el himno nacional, lleva en ocasiones más de una decena de variedades de peces de roca, pero también se incorporan a ella calamares y crustáceos, abundante aceite de oliva, cebolla, ajo, azafrán, piel de naranja y hierbas aromáticas, además de patatas. La bullabesa se come con la rouille, una salsa picante, de color rojo, y una rebanada de pan tostado, o con los croutons (tropiezos de pan fritos, cuscurros).

Cocción lenta

O la pierna de cordero (gigot d’agneau), salpimentada y mechada de ajos, que se asa al horno, perfumada de romero y tomillo, con un par de cucharadas de aceite y un chorro de agua. O los pieds et paquets, que consisten en una cocción lenta en agua, vino blanco, tomate, orégano, cebolla y zanahoria, de los pies y de un relleno de las panzas del cordero con tripa de cerdo cortada a dados. Por muy repugnante que les pueda parecer, se trata, sin embargo, de un plato delicado cuya paternidad se disputan Sisteron y la propia Marsella. La pierna o los paquetes se puede acompañar de un tinto Côtes du Rhône de Gigondas, Séguret o Visan, todos ellos encantadores pueblos medievales. Pero mejor aún si es el indiscutible Châteuneuf-du-Pape. Por ejemplo, Clos L’Oratoire des Papes (garnacha, syrah, cinsault, morvedre), con agradables notas frutales del bosque, especiado y de un sabor intenso.

Todo ello forma parte de la eternidad como Topaze, Aimable Castanier, Aurelie, Jean de Florette, Isabelle Cassignol, Irénée Fabre, Cesar, Marius, Fanny, Honoré Panisse, Pascal Amoretti y tantos personajes del mundo de Marcel Pagnol que uno todavía cree ver a veces en esa Provenza única de los olores y la música de las cigarras, entre el cielo y el agua.