Probablemente, para las generaciones más recientes, La batalla de Argel (La bataille d´Alger, 1965) no sea más que otro filme político de patente italiana en los que tan pródiga fue la década de los años 60 y 70, es decir, una simple reliquia, que enjugó su suerte denunciando uno de los sucesos más oscuros, deshonrosos y turbulentos de la historia contemporánea de Francia: el cruento y devastador conflicto que sostuvieron varios gobiernos franceses contra el FLN (Frente de Liberación Nacional) durante ocho largos y sangrientos años y que finalmente condujo a la tan anhelada independencia del país. Pero la película, injustamente subvalorada en su día por algún sector de la crítica europea por «dogmática y panfletaria», es mucho más que un simple vestigio del pasado pues el suyo es, pese a la persistencia de sus detractores, un discurso sin fecha de caducidad, de una vigencia y una precisión histórica admirables.

Ya han transcurrido cinco décadas de su controvertida presentación en la Mostra de Venecia, festival que le otorgó, entre otros galardones, el León de Oro, el Premio Fipresci y el Premio Ciudad de Venecia, y 40 años de su estreno en España propiciado, en gran medida, por las tímidas aperturas implementadas por los primeros gobiernos del posfranquismo y su recuerdo, indefectiblemente unido al de otros filmes de similar calado político como lo fueron, sin duda, La sangre del cóndor (1968), del boliviano Jorge Sanjinés; La hora de los hornos (1967), del argentino Augusto Genino; o la chilena La batalla de Chile (1974), aún permanece incólume en la memoria de varias generaciones de espectadores como un inteligente y rotundo testimonio histórico sobre los estertores del viejo colonialismo en el esquilmado continente africano.

Durante todo este tiempo, la película, cuyo director, el insobornable y poco prolífico Gillo Pontecorvo, mantuvo siempre un sólido compromiso con sus convicciones políticas, ha gozado apenas de dos reposiciones en nuestro país y algunas más en Alemania, Italia e Inglaterra, lo cual da una idea del interés real de los distribuidores por resucitar el espíritu de aquel cine de militancia política que tanto predicamento intelectual le generó en otros tiempos. La batalla de Argel se ha convertido, con el paso del tiempo, en el emblema por antonomasia del cine testimonial, combativo y transgresor que, por una u otra razón que no vienen al caso, no parece disfrutar actualmente de predicamento alguno entre la renqueante industria cinematográfica europea.

Además de erigirse como modelo intachable de cine engagé entre los sectores más cercanos a las tesis políticas del mayo francés y de haberse convertido en el blanco favorito de la prensa más proclive al gaullismo, La batalla de Argel sufrió de tal manera el acoso de la censura, fueron tales los esfuerzos de algunos de los antiguos gerifaltes de la OAS por vetar su exhibición pública, que su estreno comercial en los cines franceses no se produciría hasta la muerte del general de Gaulle, o sea, ocho años después de su presentación oficial en el festival veneciano. Así pues, el escándalo estaba servido.

Abrumado por las reacciones, en algunos casos especialmente furibundas, de los sectores más reaccionarios de la sociedad gala ante la tónica política del filme y las pesadillas históricas que evocaba a lo largo de sus dos horas de metraje, Pontecorvo no rodaría otra película hasta 1969, fecha en la que, curiosamente, se produjeron algunos de los títulos más emblemáticos del género, como Z, del griego Costa Gavras, la citada La sangre del cóndor (Yawar Malku), o Los fusiles (Os fuzis), del mozambiqueño Ruy Guerra, donde cine y política provocaban una combinación dialéctica de efectos explosivos. Su siguiente trabajo sería Queimada (Queimada, 1969), un drama tan duro, real y airado como el que nos revela su anterior película, donde un Marlon Brando en perfecto estado de gracia abraza la causa revolucionaria para combatir, junto a un pueblo sojuzgado, la tiranía de un gobierno que no se resigna a perder su vieja colonia. Y, a pesar de que, en efecto, se trata de una nueva y valiente denuncia contra la opresión colonialista y de una obra cinematográfica dotada de un indiscutible atractivo visual, el talento de Pontecorvo no volvería a lucir nunca con tanta brillantez como lo hizo en La batalla de Argel. En esta ocasión, el autor de la también inolvidable Kapo (1959), drama sin paliativos sobre los campos de exterminio nazis, logró desarrollar con inusitada eficacia sus singulares teorías acerca del empleo del montaje, creando un vigoroso y potentísimo fresco histórico del que se seguirá hablando, probablemente, en décadas venideras o, en el peor de los casos, cada vez que precisemos acudir a un paradigma cinematográfico de la coherencia y el rigor en un tema tan extremadamente delicado como es, sin duda, la recreación de un suceso tan crudo, amargo y estremecedor.

De ahí que la principal virtud, entre otras muchas, de este filme irrepetible tenga su verdadero origen en la impresionante fidelidad con la que logra retratar la realidad; la meticulosa exploración de los hechos que van desgranándose a lo largo de la película; la ausencia de cualquier sectarismo a la hora de aportar su propia nota política, con precisión quirúrgica, al milimetrado guión de Franco Solinas. El filme, cuya edición en soporte digital apareció en el mercado español el año pasado, es, por así decirlo, un auténtico manual de historia contemporánea, disfrazado de reportaje documental, sobre la entidad del realismo en un mundo que intenta alejarse cada vez más de él.

Pontecorvo, que volvería algunos años después al género con la interesante aunque algo esquemática Operación Ogro (Ogro, 1979) -una película excesivamente pretenciosa acerca del atentado que ETA perpetró en 1973 en Madrid y que costó la vida al entonces Jefe del Gobierno almirante Carrero Blanco-, muestra la historia de todo un pueblo que lucha por su soberanía en un mundo donde, en muchos lugares, aún no había sido desterrada la palabra esclavitud y la arrogancia se convertiría en la única respuesta de quienes se empeñaban, con criminal perseverancia, en conservar los viejos privilegios colonialistas.

Observador neutral

Pues bien, si analizamos detenidamente cada una de las secuencias de este insólito filme, rodado en un estremecedor blanco y negro, podríamos constatar que, efectivamente, Pontecorvo, que durante los últimos años de su vida dirigió con imaginación la Mostra veneciana, no fue nunca un cineasta que se dejara llevar fácilmente por sus pasiones, ni se prestó jamás a manipular la realidad en ningún sentido. La suya era, por el contrario, la posición del observador neutral que retrata la tragedia argelina como un libro abierto a cualquier interpretación ajustada a la realidad de los sucesos que nos describe la cinta, un libro por donde merodean los fantasmas de un pasado demasiado fresco en la memoria de la sociedad francesa como para pasar desapercibido. Por eso, a 50 años de su estreno, el filme, algunos de cuyas más celebrados momentos han sido plagiados hasta la saciedad por más de un cineasta, continúa a su manera levantando ampollas, particularmente, claro está, en la Francia profunda donde el número de implicados en la prolongación de aquella absurda y terca resistencia contra la insurgencia popular aún sigue siendo de una ostentosa notoriedad.