«No me arrepiento de nada. No hubiera vivido mi vida de la forma en la que lo hice si me hubiera preocupado por lo que la gente opinaba». Así era Ingrid Bergman, una de las actrices con más personalidad de la historia del cine, de cuyo nacimiento se cumplen hoy cien años. Con tres Óscar de siete nominaciones y protagonista de emblemáticos títulos como Casablanca (1942), Luz que agoniza (1944) o Encadenados (1946), Bergman fue una de las más grandes estrellas del Hollywood clásico a la vez que la menos estrella de todas ellas.

Nacida en Estocolmo el 29 de agosto de 1915, era una mujer fuerte, directa y muy apegada a la tierra, que jamás mentía y que siempre contestaba con una honestidad desarmante, como recordaba recientemente su hija Isabella. Y esas fueron sus armas en la vida y en el cine, medio en el que debutó en 1932 en Landskamp. Se hizo popular rápidamente en su Suecia natal, pero sería en 1936 cuando llegaría su primer papel importante, en Intermezzo, de Gustaf Molander, uno de los directores clave de su carrera, con el que trabajó en siete filmes.

Con esa película conquistó a público y crítica y, lo que fue más importante, llamó la atención de uno de los productores más importantes de la época, el poderoso David O´Selznick, que se la llevó a Hollywood para hacer un remake de ese filme que se estrenaría en 1939. La actriz encadenó títulos como El extraño caso del doctor Jekyll (1941), Casablanca, Por quién doblan las campanas (1943), Luz que agoniza, Recuerda (1945), Las campanas de Santa María (1945), Encadenados (1946) o Juana de Arco (1948), con las que consiguió cuatro nominaciones al Óscar, una de ellas victoriosa: por Luz que agoniza. Pero ese 1948 fue el año en el que la vida de Ingrid Bergman dio un giro de 360 grados. Deslumbrada por el talento neorrealista del cineasta italiano Roberto Rossellini, le escribió una carta que se haría famosa y provocaría un gran escándalo. «He visto sus filmes Roma, ciudad abierta y Paisà y me han encantado. Si necesita a una actriz sueca que habla muy bien inglés, que no ha olvidado el alemán, que no es muy entendible en francés y que en italiano solo sabe decir ti amo, estoy lista para ir y hacer una película con usted», escribió Bergman. El resultado: seis películas juntos -entre ellas Stromboli, Europa 51 o Te querré siempre- y una apasionada historia de amor tras separarse ambos de sus cónyuges -ella estaba casada con el dentista sueco Petter Lindström, con quien había tenido a su hija Pia- y el director con Marcella De Marchis, además de mantener una pública relación paralela con la actriz Anna Magnani. La relación adúltera de Bergman y Rossellini le cerró a la actriz las puertas del puritano Hollywood y durante años su carrera se centró en Europa y, sobre todo, en sus películas con el que después sería su marido y con el que tendría tres hijos más: las mellizas Isabella e Isotta y Roberto.

La historia de amor duró casi ocho años y tras dejar a Rossellini, la actriz volvió a trabajar a Hollywood con una película, menor, Anastasia (1956), por la que consiguió un segundo Óscar que recogió su amigo Cary Grant. Su reaparición pública fue en 1959, cuando presentó el Óscar a la mejor película en la gala de la XXI edición de esos premios. Una histórica y prolongada ovación recibió a la sonriente actriz y selló la reconciliación entre la estrella y el cine de Hollywood. Pero su segunda etapa en la meca del cine fue mucho menos fructífera, con títulos como Indiscreta (1958), El albergue de la sexta felicidad (1958), No me digas adiós (1961) Flor de cactus (1969) o Asesinato en el Oriente Express, por el que recibió su tercer Óscar.

De esa etapa, sus trabajo más destacado es sin duda Sonata de otoño, su último largometraje y su única colaboración con el otro Bergman del cine, Ingmar. Ya le habían diagnosticado un cáncer de pecho, pero siguió trabajando e incluso aceptó un papel muy duro, el de la que fuera primera ministra de Israel Golda Meir, en una miniserie para televisión que la inundó de premios.