Si nos sigue fascinando Pablo Picasso es, en buena medida, por sus alrededores, por esos personajes más o menos relevantes, muchos de los cuales apenas ocupan notas al pie de página ya no en los libros de historia del Arte sino siquiera en las biografías del genio de La Merced. El picassiano de picassianos Rafael Inglada, concienzudo cronista de la vida del pintor, lleva años fijándose en uno de los nombres y apellidos menos conocidos de los que atraviesan la biografía del firmante de El Guernica, y acaba de anunciar su intención de recopilar sus investigaciones en un pequeño volumen. Hablamos de Pere Mañach, el primer marchante de Picasso y, quizás, uno de los mentores más decisivos en la vida del malagueño.

Porque Pablo Picasso era un extranjero pero sobre todo un desconocido en el bullicioso París de comienzos de 1900. Muchos críticos habían puesto sus ojos pero también sus afiladas garras en la obra del español: decían que trabajaba «con demasiada precipitación» y «excesivo apego a sus influencias». A Mañach no le importaban tales opiniones; confiaba en el talento de ese chaval entonces con barba rala y ojos redondísimos y, sobre todo, tenía los contactos necesarios para empezar a hacer de los trazos de Picasso una marca registrada: el catalán organizó la venta de su primer lienzo destacado, Le Moulin de la Galette, poco después de haber sido terminado, y, en 1901, planeó la primera exposición importante de Picasso en París, en la galería Vollard, con una nutrida muestra de obras, la mayoría sobre cartón. Las puertas de Francia y, por lo tanto, del arte moderno se abrían de par en par para ese joven malagueño que había llegado a Francia con una mano delante y otra detrás.

Heredero

Pere Mañach era el heredero de una familia de industriales catalanes dedicados a la fabricación de cerraduras y cajas fuertes. El joven Pere pronto escuchó en Barcelona el runrún cultural de París y se marchó a vivir una ciudad que por aquel entonces era un mundo. Allí se empeñó en representar y dar a conocer a jóvenes artistas españoles del momento que buscaban un hueco en la sobrepoblada escena creativa del momento. Uno de ellos fue Picasso.

Pero Mañach fue más que un vendedor para el malagueño. Éste se alojó un tiempo en la casa del catalán, el 130 del Boulevard de Clichy, algo que trajo consecuencias imprevistas: el industrial era un ávido anarquista y organizaba allí reuniones de simpatizantes de la causa, lo que llevó a que la policía considerara al pintor un peligroso revolucionario. Y es que en aquella época el anarquismo era especialmente activo y violento en Francia: recordemos que grupos anarquistas pusieron una bomba en el Parlamento del país y asesinaron al presidente Sadi Carnot. Poca broma: Pablo Picasso fue vigilado por las autoridades galas entre 1901 y 1940 por su amistad con Mañach. Los documentos policiales que testimonian el seguimiento a Picasso, rescatados por Pierre Daix y Armand Israël, dejan momentos impagables como éste: «Mañach dio asilo a Pablo Ruiz Picasso, quien recibe visitas de desconocidos, cuyos horarios son muy irregulares, volviendo muy tarde por la noche e incluso no volviendo de noche. Sin embargo, no se ha detectado su presencia en reuniones anarquistas ni la portera le ha oído emitir comentarios subversivos».

Retrato

Pere Mañach y Pablo Picasso partieron peras tras poco más de un año de amistad; a pesar de ello, el catalán siguió ayudando y coordinando algunos exposiciones para el malagueño. Testimonio de esa corta pero fructífera amistad es el retrato Petrus Mañach, una obra de Picasso muy singular: al parecer, el malagueño primero vistió a su mentor de torero y, por alguna razón, se arrepintió y le dotó de otro atuendo, aunque queda la corbata roja como recuerdo a la Fiesta. Cuando la viuda de Pere Mañach, Josefa Ochoa,ofreció en los años 50 al Ayuntamiento de Barcelona el retrato de su marido la respuesta fue: «Picasso, ¡ni hablar!». La política seguía persiguiendo al malagueño en esa España franquista que lo despreciaba. La obra cuelga hoy en la National Gallery de Washington.

Mañach fue marchante durante pocos años: la muerte de su padre le llevó a asumir las riendas del próspero negocio familiar. Eso sí, nunca se alejó del todo del arte: uno de sus más íntimos amigos fue Antoni Gaudí -de hecho, fue uno de los pocos amigos que acompañaba al arquitecto en las horas previas a su muerte-, y, como se puede leer en un artículo de La Vanguardia de 1911, cuando se inauguró la tienda de cajas fuertes Mañach, diseñada por Josep Maria Jujol -a la postre, otro gran amigo de Mañach-: «Mañach es de los pocos, por no decir el único industrial de Barcelona, que se afana de continuo en dar a sus trabajos el carácter moderno y artístico que les imprime una distinción personal».