«Yo la conocí en un taxi», sonaba bien fuerte de fondo mientras unos imberbes se chocaban las manos al grito de «de puta madre» vestidos con el traje de sus padres. Al otro lado de mi visión de juego una chavala gafapasta imitaba grotescamente el comportamiento de una abuelita con bastón, factura en mano, y frente a ella un viejoven de alopecia temprana, balbuceaba el sagrado speech o - sesudamente maquinado por unos fieras del marketing- intentando convencer de las buenas intenciones de cambiar de facturadora en Endesa. Allí estaba yo sentado a las ocho de la mañana, contemplando esta situación mientras ataba el cordón de mi zapato como si fuera el cuello de cualquiera de los presentes. Tras pasar el día anterior una dura entrevista, examen y once horas pateando una pedanía de Alhaurín el Grande bajo un sol de justicia, parece ser que de los veinticinco candidatos eligieron a un servidor. La «oportunidad» que me brindaban no era de picar puertas, si no de formador de picadores de puerta, con su sueldo fijo de 800 euros más comisiones, asegurado y seis meses de contrato. El jefe de la secta me dio un apretón de manos como si pensara que me iba a cimbrear de arriba abajo -mido 1,82 y peso más de una centena-, crecer y crecer hasta tener mi propia oficina, con mi propia secta...

Imagínense mi felicidad, tonto de mí que mi única intención era buscar un dinerito fijo todo los meses para poder seguir invirtiendo en mi música y mi casa con mi amor. Pasé el primer día por alto algunas señales que irremediablemente hoy descubriría. El ocultismo con que todo se llevaba a cabo, el adiestramiento de anulación de pensamiento propio, las técnicas de americanada oficinista que daban arcadas, de buenrollismo cutre salchichero... Todo esto enmarcado en una oficina pasada de moda, justo puerta con puerta con la sede del partido culpable de estos maravillosos brotes verdes. Me tenían con la mosca detrás de la oreja, pero las ganas de llevar un sueldo fijo a casa me hacían aguantar el papelón y estirar la historia hasta el final. En la pizarra una señora aleccionaba sobre los puntos importantes para llegar alto en la empresa. El no tener horario era el primero, el estar antes de la hora en la oficina para dar ejemplo era el segundo, ya con eso dejé de apuntar en la libreta. Tras una arenga de motivación a lo Coelho nos dispusimos a marchar la supervisora, otra compañera y dos nuevos chicos que hacían la entrevista; me resultó extraño que siguieran buscando personal. Uno de ellos se marchó antes de llegar al coche que nos llevaría a Villanueva de Tapia a tocarle las narices a los vecinos y el otro al final de las diez horas de andar por el pueblo se inventó que le había salido un trabajo de chófer. Ya de vuelta a la oficina para entregar las hojas de control, seguía la música a tope y esta vez los imberbes jugaban con una pelota de plástico como si estuvieran atiborrados de MDMA, mientras yo apuntaba el trabajo del día, la pelota rebotaba en la mesa y el jefe se me acercaba ofreciendo unos barquillos de chocolate como premio a mi gran labor: «Ven a mi despacho a firmar en contrato cuando termines». El trabajo me parecía una soberana mierda, pero la ilusión del dinero fijo me decía que el esfuerzo merecería la pena. Una vez dentro de la oficina de este señor, la música seguía a tope, la sensación de urgencia que me mostraba -como si me estuviera haciendo un favor de cederme dos minutos- me exasperaba; me enseñó dos folios mal grapados: «Aquí está el alta y aquí las comisiones, fírmalo». Camino del Palo en el 11 empecé a leer la letra ínfima donde estaba el contrato impreso: los 800 euros no aparecían por ningún lado, ni los seis meses, ni las ocho horas, ni siquiera estaba dado de alta; supuestamente yo era un autónomo económicamente dependiente y ellos eran mi cliente, que yo disponía de todo lo necesario para trabajarles a ellos, equipo de trabajo, altas en seguridad social, y que me obligaban a la hora de hacer la declaración a contar otra cosa. Si éstos son los brotes verdes que nos tendremos que comer, con más razón me aferro a mi guitara y mi bendita inestabilidad.