La visión de Yoav Talmi de la escuela rusa y la versatilidad técnica del pianista, georgiano, Alexander Korsantia condensaban el último programa de la OFM. Como ya ocurriera en el abono ofrecido por el director israelí, tiempo atrás, hu bo dos constantes: la sala más cercana en su aforo a la soledad de los columbarios y la apuesta por el repertorio ruso de la centuria pasada. Algo menos de media entrada, en la cita del sábado, enciende las alarmas en torno a la cuestión de la orquesta. Mientras la dirección del Cervantes y la gestión de la OFM no sean prioritarias, seguiremos asistiendo a esta clase de situaciones.

Con la estructura clásica de obertura, concierto y sinfonía, nuestra orquesta se adentraba en una escuela que domina y en la que se siente segura, no sólo en el repertorio contemporáneo a Tchaikovsky sino también en las páginas del veinte que tanto asustan a los ultraortodoxos. En cualquier caso, las propuestas de este pasado abono, lejos de la cojera del anterior, presumían de una continuidad temática en el apartado musicológico y la coherencia técnica que la OFM despliega en ciertas ocasiones.

Tras la obertura de la ópera Khovantchina, donde el solista del clarinete sirve de puente entre las cuerdas y las maderas, llegaba el primero de los platos principales de la velada, el tercero de los conciertos para piano de Prokofiev. Es más conocido de todos, no tuvo una buena acogida en su estreno y, sin embargo, retrata toda la personalidad del compositor en un momento de efervescencia creativa en contraste con el sentido imprimido por Rachmaninov para su segunda sinfonía. Si en Prokofiev se impuso la precisión, con el heredero de Tchaikovsky nos adentramos en un ambiente menos dramático y definitivamente original. La agilidad técnica ejercida por Korsantia tuvo como reflejo en la orquesta la atención de Talmi marcando entradas precisas que separaron la pura reproducción de una versión convincente expuesta de manera soberbia. El omnipresente piano de Korsantia logró dar unidad y la a vez contraste sin arrinconar la personalidad del conjunto.

Esa concisión que caracteriza a Talmi, lejos de entorpecer el hilado íntimo, casi insinuado, que pide la segunda de Rachmaninov marcó un punto de inflexión en el concierto. La estructura cíclica de su sinfonía es un paseo entre temas que se suceden con distinta intensidad, hasta llegar al tiempo conclusivo donde se vuelven a exponer todos ellos. El adagio central, corazón de la partitura, destacó por el trabajo realizado por cuerdas y maderas. Gran concierto marcado por el frío de las ausencias, en la que vimos a una orquesta y un maestro entregados por completo a la música.