Tío Vania, de Antón Chéjov, por la compañía valenciana Bramant Teatre, se representó en el Teatro Echegaray este fin de semana. Una compleja trama entre personajes de una misma familia, que representan su amargura, su hastío por la vida, dentro de este pequeño círculo que se alimenta de la autocomplacencia. Los personajes de este drama pesado y con enorme carga están siempre a punto de explotar, son como ese absceso en la entrepierna que sólo tiene solución extirpándolo. El erre que erre de sus posiciones fatalistas produce una atmósfera densa, espesa, irrespirable que debe contagiar a los espectadores con el malestar de unas situaciones muchas veces incomprensibles por lo evidente de su solución racional.

Los personajes de Tío Vania son empecinados y tercos ante el disfrute de su propio fatuo destino. Historias que se enmarcan en países lejanos, en tiempos lejanos, pero en sentimientos e ideas que perviven. Así la propuesta de Bramant Teatre mantiene los personajes, la localización, el entorno original, pero los disfraza con cierto acercamiento contemporáneo. No beneficia ese envoltorio que resulta superficial. Si la idea es actualizarlo, no basta un par de referencias al hoy en día, y un vestuario discretamente moderno. Habría sido imprescindible acompañar ese vestuario con una contextualización de los personajes y sus circunstancias más arriesgada con el presente.

La puesta en escena y la coreografía se nos antoja mecánica y excesivamente medida con el objetivo tal vez de procurar limpieza en el escenario, pero se evidencia tanto por parte de los actores, que uno casi puede contar al compás los pasos para caer correctamente en el sofá o el momento preciso para encajar una acción agresiva. Tal es así que el momento álgido, con el intento de homicidio a base de pistola, logra sacar las risas al espectador en un drama que no tiene nada con lo que reírse. Las interpretaciones, dispares, resultan endebles por una dirección más preocupada por el cómo que por el porqué, aunque este cómo no justifique las intenciones de la declamación. Y esto produce una fuga de pensamientos en el espectador que se agrava con el mecánico recitado del texto aprendido buscando un efecto sonoro que tiene más de autocomplacencia que de transmisión.

No estuvieron acertados los valencianos en esta puesta en escena que para colmo termina con una lluvia de pétalos de rosas en una imagen que nos recordaba al grupo parroquial de vaya usted a saber qué barriada, ensalzando el goce de la fe.