Que la paciencia es una desesperación menor disfraza de virtud -como decía Ambrose Bierce- o si la paciencia es el árbol de raíz amarga pero de frutos obscenamente dulces y jugosos -como dijo algún aspirante a Paulo Coelho-, no tengo ni la más remota idea. Es lo único que nos queda, señora, una alacena repleta de paciencia, en tuppers, en bolsas de plástico, ceñida en los pantalones, estrujada en nuestras carteras, nuestros cajones rebosan de paciencia, los puños se recubren de un halo de paciencia, nuestras sonrisas son alzadas por fibras de paciencia, los buenos días llevan un baño de paciencia en tempura, esa espera que se aguarda cubierto por un edredón de la mejor paciencia de creación propia a ganchillo a punto vareta triple , que enfría la cabeza, que templa el corazón, que llena el raciocinio de esos «no vale la pena», «seguro que mañana», «después de la tormenta sale el sol», «siempre para adelante», «para qué lo vas a coger del cuello y darle de tortas si lleva gafas» y todas esas maravillosas frases que hacen un mundo paciente, esperanzado, ilusionado y a veces estúpidamente optimista.

La paciencia, la madre de la ciencia que diría cualquier cuñado rapero. Ese santo Job azotado por las inclemencias de Satán, apestando al ganado, sabeos y caldeos aniquilando a sus criados, el abandono de su señora mujer, sus hijos muertos, para luego ser restituido por su dios doblando todo lo que había conseguido hasta el momento; ese dios que ganó la apuesta a Belcebú al comprobar que el amor que le profesaba Job no era por las bendiciones que le otorgaba si no por un amor fiel y absoluto a la causa. La gente pierde su trabajo, sus casas, se separan, pierden sus hijos, pasan hambre, pero el dios que aguardan no viene -ni se le espera-; incluso algunos siguen apelando a ese amor a sus gobernantes después de pasar este periplo... Pero tened paciencia.

Es la generación del síndrome de la otra mejilla, esa apatheía estoica llevada a punta de pistola invisible hasta darle la vuelta al marcador. Cada mañana, después del café, la ducha, atarnos los cordones, justo antes de salir por la puerta, nos colocamos un imaginario sombrero de guardia real, sí, sí, de esos que ves cuando vas por tabaco a Gibraltar o ves en algún video de YouTube en la puerta del palacio de Buckingham, con gente arremolinada alrededor de su garita haciéndole burla a sabiendas de que no pueden mover un músculo. Pero paciencia, todo el esfuerzo que hagas, toda la fijación en tus sueños, todo el dinero que inviertas en tu obra, todas las noches sin dormir, todas las cosas que has tenido que dejar de lado para dedicarle más horas a tu trabajo, están rellenas como un pavo de... Sí, lo has adivinado, de paciencia. Toda esa gente que te adelanta en tu oficio por no tener paciencia y regalar el fruto de su espera en forma de jamón ibérico... Tú, tranquilo, ten paciencia. Los maestros de la coba y el brazo por encima no deberían horadar tu paciencia, que la meritocracia se la pasan por el filo de tu paciencia; tú aguanta. «No hay auténtico genio sin paciencia», «la paciencia comienza con lágrimas y, al fin, sonríe», «la paciencia es la más heroica de las virtudes, precisamente porque carece de toda apariencia de heroísmo», que dirían los sabios, triunfadores y bendecidos por soportar las inclemencias de la larga espera y salir triunfantes ante ese sacrificio. Como diría tu tía del pueblo, todo llega. De una forma o de otra, más deformado o más parecido a lo esperado, algo semejante llega, o no. Así que si después de tanto aguardar no tenéis vuestra recompensa, vuestro sueño no se cumple, vuestro anhelo no se deja ver ni se le espera, vuestro sueldo no sube, vuestro dios no os masculla al oído, vuestro coche no se cambia o vuestro hijo no gana La Voz Kids ni tu cuñado el MasterChef, no os preocupéis; si tu libro no se lee, si tu cuadro no se compra o tu música no le interesa ni a tu portera, ya sabéis, tenemos overbooking de ella, mochilas y cestas de mimbre llenitas hasta los bordes de nuestro mayor tesoro. La paciencia.