Pese a lo que a simple vista podría parecer, el bar Vitelli, en Savoca, cerca de Taormina, Sicilia, no es cualquier cosa. Allí, Michael Corleone pide la mano de Apollonia, su primera mujer. En su terraza con las viejas cortinas de entrada como telón de fondo, tomé hace años un café y un granizado de limón mientras veía pasar una vez más por delante de los ojos algunas de las inolvidables secuencias de El Padrino. Pensé, por un momento, que el flamante premio Princesa de Asturias Francis Ford Coppola, se había sentado a hacer lo mismo en el mismo lugar durante el rodaje de las escenas de su famosa saga cinematográfica. El Vitelli, como sucede metros más arriba con la iglesia de San Nicolò, donde se casa la pareja, forma parte de la mitomanía siciliana igual que esa foto que guardamos junto al cartel indicador a la entrada de Corleone.

Visitar Corleone significa honrar un apellido, en el pueblo jamás se rodó por razones de seguridad, aunque en el Café Central los fotogramas de la película decoran las paredes del establecimiento. Realmente no hay nada que hacer en Corleone, salvo espantar las moscas y combatir en el calor en los días tórridos del verano. Uno de esos días busqué en vano un sitio decente donde poder comer y tuve que desistir de ello. Probablemente esa fue una de las razones de seguridad por las que el equipo de filmación buscó asiento en Savoca.

Coppola es un conocido gourmand, cultiva su vid, elabora sus vinos y los comercializa, y también cocina para sus amistades. En Bernalda, cerca de Matera, en Basilicata, donde era su abuelo, compró y abrió al público como hotel exclusivo el Palazzo Margherita, una mansión del siglo XIX, que fue inaugurado coincidiendo con la boda de su hija Sofia. El restaurante Cinecittà, también idea suya, se encarga de servir pizzas y platos locales. Comida sencilla, la que, ha confesado, prefiere, la de la nonna. Cuando visitaba el apartamento de los Scorsese, en Little Italy, las reuniones eran alrededor de la mesa. Se juntaban unos cuantos, hablaban a voces y al mismo tiempo, y comían el pollo al limón que cocinaba la madre de Martin. La receta acabó incorporada a la carta del restaurante de su Blancaneux Lodge, en Belice. El truco, le explicó en una ocasión la señora Scorsese, consiste en ahogar el pollo en limón. Coppola siguió el consejo al pie de la letra. He rescatado sus pasos del libro Italoamericanos, que publicó Confluencias: el pollo, cortado en pedazos, se marina 15 minutos en abundante zumo de limón, agua, ajo, dos cucharadas soperas de perejil, aceite, sal y pimienta. Seguidamente se precalienta el horno a 180 grados, 20 minutos, rociándolo con los jugos, se le da la vuelta y otros veinte. Luego se coloca en la rejilla superior justo debajo de la resistencia 15 minutos más, para que adquiera un color dorado. En una fuente se espolvorea con perejil. La salsa se sirve aparte desde una salsera. El resultado es magnífico y la sencillez extrema.

La sangre está felizmente representada en la simbología gastronómica mafiosa por la densa boloñesa. El secreto está en hacerla lentamente para que vaya nutriéndose del tomate y del vino. Nos lo cuenta dentro de una atmósfera irrepetible Coppola en El Padrino, cuando Clemenza, uno de los lugartenientes de Vito Corleone, guisa unas albóndigas que acompañará de salsa de tomate y vino tinto. Es en New Jersey. Los guardaespaldas aguardan, para comer, el lento proceso de la reducción del líquido antes de agregar la carne. Clemenza llama a uno de ellos y le susurra al oído. «Ahora te voy a contar mi secreto para la salsa de tomate» -le dice mientras mete los dedos en una azucarera y extrae de ella un puñado de polvo blanco- «consiste en echarle un poco de azúcar». El secreto no es tanto secreto desde el momento en que el azúcar, es bien sabido, reduce la acidez del tomate. Lo realmente interesante de la secuencia es que una pizca de azúcar pase a formar parte del misterio en una reunión de intrigantes mafiosos. Yo, además del orégano, particularmente lo que hago es espolvorear la boloñesa con canela molida.

Cualquiera sabe que morir con la tripa llena es morir con dignidad en una película de gángsters. El cine lo demuestra en numerosos episodios. Pero también la literatura y la vida real. La comida está presente en el crimen de leyenda vinculado a la mafia. Por ejemplo, a Paul Castellano, de los Gambino, lo asesinaron el 16 de diciembre en la puerta de steak house Sparks, donde se pueden comer algunas de las mejores chuletas de Nueva York. En su diccionario de términos mafiosos, Andrea Camilleri cuenta que en los banquetes con Bernardo Provenzano no era extraño que a algunos comensales se les atragantase la comida. El capo de la Cosa Nostra que eludió durante cuarenta y tres años la acción de la justicia aprovechaba las reuniones en torno a la mesa para hacer advertencias sinuosas, elípticas o directas ante las que el bicarbonato sódico carecía de efectos antiácidos. En una ocasión, en el Gambero Rosso de Mondello, localidad balnearia de Palermo, Provenzano tomó nota de las burlas que algunos de los presentes le hacían a Filippo Marchese por causa de su abultada barriga. Dirigiéndose a Antonino Calderone, capo catanés que acabaría colaborando con la Justicia en el arresto de 200 mafiosos, le dijo: «Esa barriga tan gorda le sirve para guardárselo todo». Calderone se dio cuenta en seguida de que Provenzano le estaba reprochando una revelación a terceros que le había hecho Totò Riina. El corleonés Salvatore Riina, conocido como Totò u curtu, fue quien ordenó los asesinatos de Falcone y Borsellino en medio de la mayor escalada de violencia de la Mafia contra el Estado italiano.

La digestión, en estos casos, al contrario que en la ficción, suele ser mala.