­O Dylan o Sony o Columbia sacan en estos días de otoño y castañas el enegésimo disco tirando y estirando de lo que se antoja como un insondable archivo musical. Para la compañía es su preciada gallina de los huevos de oro que les rinde beneficios desde hace medio siglo, para el mundo de la crítica, un escollo más que dificulta el trazar con precisión las numerosas aristas de un artista poliédrico que ni de lejos se ha dedicado sólo a la música, y, para los fieles que contemplan y absorben su música, los dylanitas, es ese continuo maná caído del cielo del que nunca se sacian ni sienten hartura alguna. Un hombre corriente que trabajara a jornada completa y gozara de sus tres semanas de vacaciones y las pagas extras prorrateadas (y que sólo halla y encuentra consuelo en la música y los libros y el cine y los paseos...) necesitaría de dos vidas completas para poder asimilar el torrente dylaniano.

En algún momento de la década de los ochenta alguien se tuvo que dar cuenta de que había que hacer algo con esas cajas que se almacenaban por doquier en varios estudios y que sacaban a escondidas ingenieros, técnicos, músicos, personal de limpieza y de seguridad para luego ir y venderlas en el lucrativo mercado negro que editaba los vinilos piratas que se pagaban al mismo precio que el de las drogas duras. Primero fue el Biograph, que repasaba los primeros veinticinco años de carrera, y ante el éxito que fue cosechando, el inicio de la serie bootleg.

The bootleg series vol. 12, que en realidad es el 10

A propósito, lo han vuelto a hacer a propósito, es el marchamo de la casa y a eso nos tienen acostumbrados: cuelgan un día cualquiera y sin previo aviso un anuncio en su página en la que se detalla los distintos formatos y soportes en los que se presenta el nuevo producto y los enlaces con las tiendas virtuales que permiten por adelantado adquirir el antojo, el capricho, la golosina. En esta ocasión se trata del volumen décimo de la serie de los bootlegs, aunque lo numeran como el 12, y que vieron por primera vez la luz al arrancar la década de los noventa. A día de hoy no tiene pinta de que le vaya a llegar su ocaso. El tiempo lo dirá, pero mucho nos equivocaremos si al cabo de los años no se sobrepasa de largo la veintena.

Ahora es el turno de los distintos descartes, ensayos y versiones de los álbumes centrales de los 60, ese sonido mercurial, líquido y lisérgico que intentó plasmar con bastante acierto en el Bringing it all back home, el Highway 61 Revisited y el Blonde on Blonde. No es que los concibiera y grabara en apenas dos años, que ya asombra y apabulla y anonada, es que no había cumplido aún los veinticinco, lo que nos hace caer en la cuenta de lo mediocre y grises que podemos llegar a ser.

Es cierto que no estamos ante una de las entregas más esperadas. Es un material que ha corrido en infinidad de discos no oficiales que se pueden comprar en las ferias del coleccionismo bajo títulos como Wild Thin Mercury Music, Dimestore Medicine o From the Heart vol. 1, pero siempre se agradece que se limpien y desinfecten bien los cortes y se presenten en ediciones cuidadas. El formato lujo lo componen, aparte de la parafernalia de postales, pegatinas y carteles que dictan las leyes de la mercadotecnia, dieciocho compactos que pretenden presentar el todo absoluto de aquellos ácidos días. Sale por un ojo de la cara y en edición muy limitada de unas cinco mil unidades para el conjunto del planeta.

El universo propio

Al igual que Lorca o Cervantes, Nabokov o Beckett, Borges o Dios, Dylan es propietario de un trabajado y repetitivo campo semántico, ese enjambre de treinta o cuarenta palabras que nos encontramos a lo largo de su cancionero de manera obsesiva: rain, Lord, eyes, pain, sweet, train, ear, dark, hear, blood, bones, mind, gate, time, howls, twist, mouth, face, road, air, whispear, sad, blow, twist, love, dead...

«The ghost of ´lectricity howls in the bones of her face...»

Resulta difícil aconsejar la mejor manera para penetrar en su mundo. ¿Hay una obra cumbre a la que poder agarrarse? ¿Existe el trabajo redondo, el disco perfecto en el que no sobra nada al estilo de Quadrophenia, The Wall o En un país en llamas? Bueno, lo cierto es que Dylan siempre ha practicado la humorada de introducir en sus discos alguna canción que desentona con el resto de las composiciones y, además, hay que tener en cuenta las muchas corrientes por las que ha navegado así que, si uno se interna en la equivocada, igual se echa para atrás y nunca más vuelve a sumergirse en sus aguas. Por eso, para acercarse a su universo y no errar el tiro, la obra que mejor lo representa es la mencionada Biograph, un triple compacto publicado en el 85, cuando el mundo lo daba por muerto, y que incorporaba numerosas canciones inéditas junto a sus grandes éxitos, a veces también revisitados.

El registro inútil

De lo que no cabe duda es de lo difícil que resulta atraparlo y etiquetarlo, él mismo lo fomentó desde sus inicios al engañar sobre sus orígenes y su llegada a un Nueva York de calles nevadas y donde conoció a Woody Guthrie. Ha pasado más de medio siglo y buena parte de su vida se oculta entre la maleza. Tampoco es necesario prestarle demasiada atención.

-Yo soy Dylan cuando tengo que serlo, el resto del tiempo soy yo mismo.

Hay Dylanes para todo tipo de gustos, el combativo, el simbólico, el narrativo, el críptico, el vengativo, el iluminado, el apocalíptico, el bíblico... Además, aunque ha prevalecido por encima de todos el letrista y compositor, no podemos olvidar al locutor de radio que ha dado a conocer el enorme caudal mississippiano de la música popular norteamericana, al que ha trabajado en varias películas como actor, guionista o incluso tras la cámara, al magnífico redactor de unas memorias que dejó aparcadas pero de las que se sabe que se comprometió a continuarlas en al menos dos entregas más, al que en sus ratos libres se coloca el traje de faena y la careta de soldador y forja puertas de hierro y al que agarrado a su paleta pinta y dibuja y retrata.

Y está el Dylan doméstico, el de andar por casa, que es el que menos debiera acaparar nuestra atención, del que se sabe que gusta de montar en bicicleta o galopar a caballo, dar largos paseos cobijado bajo el anonimato de una capucha de sudadera del Brooklyn o relajarse en la piscina fingiendo que nada cuando lo que hace es intentar otra melodía que nos hipnotice, enfundarse unos guantes de boxeo para sacudirle al sparring que se deja o relajarse en un sillón ergonómico a releer con sus gafas de miope los poemarios de Rimbaud o de su amigo Ginsberg. Lo suponemos, al fin, descansando entre un tramo y otro tramo de esa locura que inició en el año 89 y que se ha dado en llamar La Gira Interminable en su casa de Malibú, a la vera del Pacífico, o en Escocia, en la granja que le cuida y mantiene su hermano, muy cerca de un verde que te quiero verde campo de golf.