Se abrió el telón del Cervantes y ya nos encontramos con Jerry González y sus músicos dispuestos al jazz. Antes de la música, unas palabras (casi las únicas que oímos en todo el bolo) en recuerdo de los asesinados la noche anterior en París y entonces sonó la bella Peace de Horace Silver comandada por el fliscorno de esta leyenda del latin-jazz. La carrera de este trompetista y percusionista niuyoricán ha sido vertiginosa: antes de su primer Yo ya me curé, del 79, ya había colaborado con las grandes figuras del jazz y de sus aproximaciones a la música caribeña. George Benson, Dizzy Gillespie, Eddie Palmieri, Tito Puente o McCoy Tyner, por citar a algunos que ya brillaban por sí solos, y lo siguen haciendo. Y luego fueron los intachables Fort Apache, con los que la interacción jazzística terminó de cuajar en los ritmos como el guaguancó. Y así hasta hacer medio siglo de vida y que Fernando Trueba lo redescubriera para España y el mundo y se mudara a los madriles donde se renovó en contacto con los músicos flamencos, con los que su trompeta a la Miles ensancha la tímbrica del género. Mucha historia de la música de las últimas décadas pasa por su nombre. Pero, además de lo vivido en lo estrictamente musical, está su legendario exceso de excesos con sus facturas consecuentes. Sin dejar de mencionar la personalidad de su sonido y la actitud de hacer jazz sin más, el teatro terminó en pie en ovación a la biografía de este hombre que no llegó a deslumbrar con su trompeta o sus congas, a pesar del buen concierto que escuchamos, con el pianísimo de Melón o los solazos de Yeltsin Heredia, tan luminosos como su sonrisa y elegantes como su pajarita.

Así, tras la melodía de Silver, vino Someday my prince will come, música de Coltrane o Tenderly, todo sobre un refrito de sabor cubano y aderezado con los montunos traviesos de un Melón que deslumbró al público más que el dorado de la trompeta del líder. Pero era su propuesta y así asistimos a un concierto de jazz sin tapujos. De hecho, la elección del repertorio y lo escueto de los arreglos hacían recordar más a una jam session de altos vuelos que a un concierto de platea y balcones.

Descarga. De modo que no fue extraño que unas horas más tarde asistiéramos a una descarga maravillosa del mismo trío que acompañó a Jerry, esta vez con un público sudoroso y ávido del jazz que ocurre a deshoras. Tras la actuación original y estupenda del grupo residente, de nuevo los montunos, la sonrisa y la pajarita y una baterísima que no habíamos escuchado en el teatro. Porque dentro de la programación del festival, tras los conciertos del Cervantes, en la Sala Velvet ha estado ocurriendo eso de la música a la hora de los gatos. Y no sólo eso, sino que, desde el mediodía, en diferentes plazas de la ciudad o en el nuevo mercado de la Merced, hemos asistido no sólo a buenos concierto de músicos locales o cercanos con propuestas tan buenas como las que ofrecían las tablas teatro, sino que se confirma que existe un público mayor del que pensamos que está dispuesto a escuchar música más allá de la estrofa-estribillo-punteo-subidón de azúcar con la que nos bombardea la radiofórmula.

De modo que el Festival Internacional de Jazz de Málaga lo ha sido -un festival- a todas todas por toda la ciudad de los museos, que solo con su asistencia pedía que estuviéramos de festival todo el año. El ambientazo del mercado lo avalaba: el festival off ha sido más on de lo que se esperaba; a pesar de que la programación ha sido muy buena, compaginando grandes figuras como la de Jerry González, Esperanza Spalding o el maestro Lonnie Smith, con propuestas locales como la del saxofón de Ernesto Aurignac o la New Sound Big Band. Pero hemos visto y oído que hay más; de hecho, hay suficiente jazz en la ciudad como para que lo podamos disfrutar más. Del lado del público y de los músicos ya queda dicho, ahora habrá que ver si del otro lado dejan de llamar ruido a eso que otros llamamos música.