En un tiempo en que moda y arte todavía no habían establecido con naturalidad los vínculos de consaguinidad que hoy mantienen, la pintora y diseñadora Sonia Delaunay mostró que los soportes más cercanos, los objetos de cada día, tienen el potencial de un lienzo. Con motivo de la exposición que la Tate Modern acaba de dedicar a Delaunay, el London Review of Books publicó una retrospectiva de la artista, a cargo de la editora Eleanor Birne.

Nacida en 1885, en el seno de una familia judía de Odesa (ciudad ucraniana entonces parte de Rusia), Sarah Stern acabaría siendo mundialmente conocida, ya como Sonia Delaunay, por sus diseños de moda y creaciones pictóricas, confeccionando trajes para la actriz Gloria Swanson, codeándose con pintores como Picasso, André Derain y Georges Braque -a todos los cuales criticó- y viendo cómo sus atrevidos tejidos en zigzag y su Citroën decorado eran portada del Vogue en enero de 1925. Nos cuenta Birne que unos tíos ricos, de apellido Terk, que vivían en San Petersburgo y no podían tener hijos, la sacaron del ambiente humilde de su familia, dándole la oportunidad de que su talento innato brillara. Sarah/Sonia creció entre intelectuales, estudió varias lenguas y viajó por toda Europa, visitando museos con sus padres adoptivos. Acabó estudiando Bellas Artes en prestigiosas escuelas de Karlsruhe, en Alemania, y de París.

En 1908 pintó Nu Jaune, uno de los cuadros expuestos en la Tate Modern, que muestra la influencia de Matisse (aunque, como apunta Birne, la artista lo consideraba «burgués»). En realidad, Sonia Terk (su nombre de entonces), como estudiante concienzuda que era, había aprendido de todos los artistas importantes del momento: así, señala Birne, Nu Jaune debe mucho a las figuras tahitianas de Gauguin, que la habían cautivado; sus gruesos contornos negros los tomó de Derain; y también se dejó arrebatar por Henri Rousseau. Nos cuenta la editora británica que la artista convenció a Picasso de que averiguara por medio del tratante y galerista Ambroise Vollard -que conocía al proveedor de Van Gogh- qué tipo de lienzos había empleado este último, cuánto aguarrás y cómo había compuesto exactamente sus blancos. La artista necesitaba saber cómo se hacían las cosas.

Para ello, nos informa Birne, se valió de la ayuda de Wilhem Uhde, un galerista alemán con muy buenos contactos, que le consiguió su primera exposición y la introdujo en los círculos sociales y artísticos, para acabar casándose con ella, con el objetivo, en realidad, de guardar las apariencias, ya que Uhde era homosexual y se llevó a su amante y criado a vivir con ellos. Pero esto no pareció importar mucho a Sonia, que necesitaba una razón que dar a sus tíos para que le permitieran quedarse en París. Cuenta Birne que, en una de las veladas que organizaban en su casa para los intelectuales y artistas de la época, Sonia conoció a Robert Delaunay, un joven pintor deslumbrado por Cezanne, con quien pronto acabaría teniendo un hijo y casándose, tras divorciarse de Wilhem Uhde. Al nacer el niño, Sonia (a quien ya se la conocería siempre por el apellido de su segundo marido) le hizo un edredón para la cuna que también se pudo ver en la reciente exposición londinense, una pieza de retazos multicolor, compuesta de triángulos, rectángulos y líneas curvas conectando unas formas con otras. Señala Birne que Sonia diría tiempo después que la disposición de los distintos trozos le evocaba los conceptos cubistas.

En opinión de la autora del artículo, ese pequeño edredón supondría el inicio de mucho de lo que ocurriría después en la vida creativa de Sonia Delaunay. No solo tenía un toque cubista, sino que también lo tenía ruso, evocando el arte popular de su país; y la artista tenía ya un estilo que podía considerar suyo. O más bien, apunta Birne, ella y su marido tenían un estilo, que llamaron simultané [simultanismo] - consistente en un sistema por el que, según explicó Robert Delaunay, al yuxtaponer colores simultáneos en contraste, se producía un efecto de ritmo y movimiento-. Funcionaba en la pintura, y también en las fundas de cojines. Así, mientras Robert pintaba, Sonia se dedicó a transformar su piso parisino en una obra de arte, pintando las paredes y decorándolo con lámparas y biombos diseñados por ella. Y empezó a tener una frenética vida social. Le Bal Bullier (1913) evoca una escena del salón de baile al que acudía numerosas noches; sus figuras danzantes, bloques de color, son formas que se pliegan unas en otras hasta constituir todo el conjunto. El simultanismo también lo trasladó a sus diseños de moda, algún ejemplo de los cuales se pudo ver en la Tate Modern, como una creación de 1913, que Birne nos describe como un auténtico patchwork hecho de pieles artificiales, cuero, terciopelo, color púrpura, negro y verde, cosidos todos entre sí para formar el vestido. La editora británica lo califica de locura en versión arlequín.

Nos cuenta Birne que, cuando estalló la Primera Guerra Mundial, los Delaunay se encontraban de vacaciones en España, donde permanecieron los siete años siguientes. En 1917, tras la insurrección bolchevique, las propiedades de la familia Terk en San Petersburgo fueron confiscadas y Sonia se vio privada repentinamente de los mil francos mensuales que recibía de su tío y que les habían permitido llevar su original vida. Abandonó entonces la pintura y se dedicó por completo al diseño textil, que le daba más posibilidades de hacer dinero. En Madrid, junto con el coreógrafo Diaghilev, abrió Casa Sonia, un establecimiento dedicado a la venta de ropa, accesorios, muebles y telas, todos ellos simultáneos, que tuvo mucho éxito entre la aristocracia madrileña y pronto contaría con sucursales en Bilbao, San Sebastián y Barcelona. Cuando regresaron a París para montar una firma nueva, Maison Delaunay, Sonia ya podía permitirse contratar a un equipo de costureras y bordadoras rusas. Poco después comenzaría a diseñar para los almacenes Metz & Co de Amsterdam y para Liberty en Londres.

Sonia Delaunay cerró su negocio de moda en 1929, con la crisis económica de ese año, y tras morir su marido en 1941, dedicó sus energías a promocionar su legado como pintor. Ella no volvería a pintar hasta los años cincuenta, produciendo imágenes abstractas, o casi, sobre formas geométricas. De esta época es Rhythme syncopé (1967), compuesto de círculos biseccionados y cuadros superpuestos, y en el que una sinuosa forma negra que aparece hacia la izquierda recuerda mucho a uno de sus pañuelos de 1924. En realidad, no veía diferencias entre los distintos medios: ropa, tejidos y cuadros eran para ella parte del mismo lienzo. En 1965, cuando Yves Saint Laurent presentó su vestido suelto estilo Mondrian, la revista Harper´s Bazaar lo describió como «el vestido del mañana». Por supuesto, aclara Birne, no lo era, sino que constituía una versión de una idea que había tenido Delaunay cuarenta años atrás. Y la propia artista se mostró despectiva: tras su muerte en 1979, se reveló un comentario que había hecho en su día sobre YSL, describiendo los vestidos del modisto francés como «una forma de entretenimiento social», «un circo». Sus propias obras, en cambio, no eran copias de cuadros trasladados a cuerpos femeninos, sino que estaban hechas para las mujeres y creadas con relación al cuerpo. La idea era conseguir pensar en estas cosas de forma simultánea.