Hace ya seis años, Fernando Huici me invitó a un café en un sitio del Centro. Quería conocerme para invitarme a participar en las mesas de trabajo que iban a confeccionar el proyecto con el que Málaga lucharía por la Capitalidad Cultural Europea en un año que entonces parecía lejano y que ya es hoy: 2016. De aquel encuentro con el hombre que había contratado el Ayuntamiento para vendernos un sueño -venía avalado por sus éxitos en las expos de Zaragoza y Sevilla- recuerdo que el café del establecimiento en cuestión era espantoso pero, sobre todo, esta frase lapidaria: «Pasamos el primer corte, seguro». Flash forward: no lo pasamos. Es más, ¿se acuerdan?, hicimos un ridículo terrible con deserciones a última hora en el equipo de gestión, las acostumbradas peleas entre corbatas de diferentes colores... Por mi parte, me llamaron sólo a una reunión para el proyecto -quizás mi grupo de trabajo se reuniera veinte veces más a mis espaldas habida cuenta del escaso interés de mis aportaciones; aunque, la verdad, no lo creo- y la cosa sólo me sirvió para descubrir el interior de la Casa del Jardinero, la muy cuca sede en la que se pergeñaba el asunto. Ah, y también para saber de monsieur Paul Chevillard, el señor francés -en cuestiones de cultura ya se sabe que todos los paletos con complejo de serlo pero ínfulas de superarlo siempre se encomiendan a un gestor del país vecino-, que terminó siendo llamado por casi todos de cualquier manera menos la correcta: El Chevignon, El Chevy Chase, El Baudrillard... ¿Dónde andará este buen hombre, por cierto?

¿Y dónde andamos nosotros, seis años después de aquello? Curiosamente ha sido un provechoso fracaso el de la Capitalidad. No se consiguió absolutamente nada con aquello -miento: los fabricantes de pegatinas y globos lo petaron- y, a la vez, bastante. Porque, por ejemplo, la lucha por la distinción europea supuso que, por primera vez, diferentes gestores, talentos y hombres y mujeres de la cultura, gentes que casi siempre trabajan en la soledad de sus aventuras más o menos personales, se reunieran para poner en común preocupaciones, ideas y ambiciones. Aunque fuera sólo una vez. Y otro intangible: la cultura se coló en la primera línea informativa de la ciudad, abriendo las portadas de los periódicos, trascendiendo ese estrecho espacio que da color y gracia a una primera página coronada por los temas supuestamente importantes de verdad; la cultura ya no era la exposición del artista más o menos afortunado, el recital más o menos vibrante y con más o menos entradas despachadas, sino un posible valor económico, un motor que había que engrasar y que podría devolver con creces, no sólo en términos de imagen y fotos, las inversiones que en ella se hicieran. Y eso en una ciudad como la Málaga de 2010, repito, no era nada y bastante a la vez.

Hoy, la nuestra es una ciudad diferente. Creo (¿quiero?) verla con menos complejos y bastantes más ambiciones en asuntos culturales. Como siempre en esta tierra, no tiene un rumbo muy definido (traducido: no hay un plan director de la cultura, no se actúa sobre las bases, sobre la educación, y se apuesta por proyectos de exhibición, ya finiquitados, envasados) pero, al menos, camina hacia algún lado. Sí, hay cosas que chirrían: por ejemplo, en 2015 abrimos dos museos de postín -el Centre Pompidou Málaga y el Museo Ruso- pero no hubo ni una sola galería local en la cita artística más popular de nuestro país, ARCO. Y podríamos apuntar más indicadores de que, quizás, esto que estamos viviendo ahora sea un espejismo, o sea, realidad sin patas.

Pero será por esto de inaugurar un año, aunque sea éste que marca sonora y estrepitosamente un gran fracaso, que miro hacia adelante y veo algo. Huici, Chevillard y los equipos de la Capitalidad Cultural que comandaban tenían la misión de vender nuestra ciudad a los señores de Bruselas; curiosamente, en realidad nos la terminaron vendiendo a nosotros mismos: de alguna manera, se rompió esa deriva autodestructiva tan malagueña, la que nos llevaba por el fango del «si aquí no hay más que sol y pescaíto, para qué molestarnos» y, sí, todos empezamos a venirnos un poco arriba -quizás demasiado: ay-. Estos señores querían vendernos crecepelo pero, al final, en una rara pirueta de las cosas, parece que el pelo está regresando a nuestras cabezas. Pero no por el crecepelo, sino por nosotros mismos. O quizás realmente no salga pelo y lo que ocurre es que nos estemos sugestionando. Pero el caso es que vemos, percibimos unos cabellos pequeñitos que nos hacen estar tontamente orgullosos.

La fórmula del crecepelo éste que trataron de venderme como café en un establecimiento del Centro hace seis años sabrá como el bálsamo de Fierabrás y tendrá la efectividad del placebo más inocuo de todos. Seguro. Pero quién sabe si lo único que entonces, en 2010, necesitábamos para hoy, este 2016 que por fin ha llegado, no era cumplir un sueño sino, en realidad, tener algo con lo que soñar.