«Born to lose, live to win». Nacer para perder, vivir para ganar. Éste era el leitmotiv vital de Ian Lemmy Kilmister (Stoke-on Trent, Inglaterra, 1945), el líder de la banda de rock and roll Motörhead, que murió a los 70 años el 28 de diciembre, día de los Inocentes.

Lemmy fue culpable de muchas cosas en su vida. Culpable de ser bebedor, siempre con la botella de bourbon a mano. Culpable de ser jugador, desde muy joven, su mote, Lemmy, viene del lemme..., es decir, préstame, cuando pedía dinero a sus amigos para echarlo a las tragaperras. Culpable de ser un habitual de las drogas, del LSD y del speed; de hecho, la palabra que da nombre a su banda, motorhead, se usaba en los 70 para denominar a los que iban colocados con speed, moviendo la cabeza y la mandíbula sin poder parar, como si tuvieran un motor en el cráneo. Culpable de no sentar nunca la cabeza, de ser mujeriego y de tener gusto por las strippers. Decía haber estado con 1.200 mujeres distintas, aunque como buen representante del género masculino que era, seguro que se comía una y contaba veinte. También era culpable de tener una voz cazallera, consecuencia de todas sus culpabilidades anteriores.

Pero Lemmy también fue inocente en muchas facetas de su vida. Fue inocente de no venderse a la industria y los managers, siempre quiso llevar las riendas de su carrera musical. Fue inocente porque siempre trabajó duro, desde cuando comenzó como roadie, acarreando cajas y montando el escenario de Jimmy Hendrix en los 60, hasta cuando aprendió a tocar el bajo, porque él quería estar en el escenario.

Fue inocente porque siempre estuvo al lado de sus amigos, como al intentar enseñar a tocar a un adolescente que trapicheaba en los conciertos del grupo en el que entonces tocaba, Hawkwind, que tenía una audición para entrar en un grupo. El chaval se llamaba Sid Vicious, y la banda, Sex Pistols. Fue inocente porque siempre lo dio todo por su trabajo, que era grabar discos y, sobre todo, dar conciertos, donde su presencia se agigantaba con sus botas, sus sombreros militares, su actitud, su magnetismo y su vitalidad, que derrochaba pese a la sobriedad con la que agarraba su bajo Rickenbacker. Y, sobre todo, fue culpable de no querer cambiar. El rock and roll era su vida y su pasión, Motörhead su forma de expresarlo. Inocente de no subirse al carro de nuevas modas, de mantenerse firme en sus convicciones, contra viento y marea, en el éxito y en el fracaso. Nacido para perder, con un padre que abandonó a su familia, vivió para ganar.

El papel que ha desempeñado Motörhead puede ser difícil de explicar en unos tiempos en los que el pop pusilánime y el reguetón son lo más conocido musicalmente hablando, y las actuaciones de Panorama son lo máximo a lo que la masa aspira a ver en directo. A Lemmy Kilmister le preguntaron miles de veces si él era heavy, y mil veces dijo que no. Siempre se definió como un rockero, pero en realidad fue mucho más. Un concierto en The Cavern con unos jovencísimos The Beatles lo convenció para ser músico profesional. Lo logró con la psicodelia de Hawkwind, entró en contacto con el rock duro de Black Sabbath, congenió con su cantante de los primeros tiempos, Ozzy Osbourne. En los 70 en Inglaterra eclosionaba otra variante musical, el punk. Con Motörhead tiró por la calle de en medio, rock and roll clásico, interpretado con toques del incipiente heavy británico y con el frenesí propio del punk. Así nacieron discos como Overkill, Bomber, Ace of Spades o Iron fist, hasta llegar al último, lanzado el pasado año 2015, Bad magic.

Kilmister rechazó siempre ser un icono del rock. «Que le den. Me hace sonar como un cuadro religioso de hace 500 años», afirmaba en una entrevista. Su música fue una influencia esencial en los grupos que surgieron del movimiento Bay Arena, el thrash metal, sobre todo en Metallica, cuyos componentes idolatraban al inglés. A Lemmy le gustaba todo tipo de música, de Johnny Cash a los Rolling Stones, a los que versioneó en varias ocasiones, pasando por Ramones, formación con la que mantuvo una buena amistad y a la que dedicó una canción en su álbum 1916. Un tema que los de Nueva York hicieron suyo en su último disco, el Adiós amigos, de 1995.

Tuve la oportunidad de asistir a un concierto de Motörhead el 4 de agosto de 2007, en un recinto poco favorecedor para el sonido de la banda. Tras hora y media de concierto, los ojos del que suscribe el texto están cerrados, sintiendo la música, las luces rojas, verdes, amarillas del escenario atraviesan los párpados y penetran en el cerebro. Comienza el bis del Ace of spades, los cuerpos se convulsionan, gente en movimiento, bailan, da igual cómo. Concluye el tema, empieza el solo de bajo, arranca el riff de guitarra, rápido, directo, urgente, sin piedad, del Overkill, es el éxtasis del concierto. Si esto es lo que sentía Santa Teresa, yo también soy un místico, y sí, creo en el Dios del rock and roll, ese Lemmy subido en el escenario, con ya más de 60 años, tieso como una vara, como el mástil de su bajo.

Su última actuación en España fue en Viveiro, en el Resurrection Fest, el 17 de julio de 2015. Kilmister ya arrastraba mala salud: diabetes, hipertensión, problemas de corazón. Cascado pero digno, ofreció un espectáculo de lo más profesional: sus temas de siempre, que era a lo que lo habían ido a ver casi 50.000 incondicionales. Al final fue un cáncer fulminante lo que le mató. Se fue como dice su tema Killed by death, como nos iremos todos: asesinados por la muerte.