No soy el mayor fan de David Bowie; de hecho, creo que ni siquiera soy fan. Quizás por las sospechas que siempre levantan en mí las figuras de consenso, de aplauso unánime (es una forma elegante de teclear que soy un tiquismiquis pesado), o porque creo que en algunas etapas creativas le perdió ese afán por seguir siendo relevante como fuera, cayendo en modas y trampas poco deseables. Pero por encima de los peros y los sinembargos, siempre ha estado y estará mi fascinación por los artistas empeñados en ser médiums y conectarnos con otros universos más grandes, más hermosos, más raros. Y este señor era uno de ellos: "Siempre he tenido una repulsiva necesidad de ser algo más que un humano", resumió certero. Así que, desde mi atril de observador crítico del mundo Bowie, entiendo que tantos y tantos asumieran gustosos la posición del adorador irredento. Valgan estas palabras de uno de ellos, Alejandro Simón Partal, para ilustrar cómo la razón y la devoción pueden ser amigas y llevarse bien: "(David Bowie) es un artista mayúsculo, irrepetible, del hombre que cayó en un tibio planeta de traje gris para vestirlo y dirigirlo a su gusto, y qué gusto, Sir".

Hace un par de semanas me compré el penúltimo álbum de Bowie, "The Other Day", y recuperé buena parte de su discografía. Fue una experiencia singular: su música, y el espíritu que está detrás de ella, no sólo son absolutamente vigentes décadas después sino que, quizás, son más certeras y adecuadas en estos días. Tiene una explicación: "Realmente no sé hacia dónde voy desde aquí, pero seguro que no será aburrido. La verdad es que no hay un viaje: llegamos y salimos al mismo tiempo siempre", dejó dicho el gentleman de Brixton, poniendo en palabras lo que muchos sentimos en estos tiempos extraños, raudos, contradictorios y raros. Muchos, abrumados, perplejos, incapaces de hallar comodidad en ese concepto de vida como no-viaje hacia no se sabe dónde, le han llamado camaleón o cosas por el estilo -el propio Bowie bromeó con ese tipo de comentarios: "He reinventado mi imagen tantas veces que estoy en fase de negación de que, originalmente, soy una mujer coreana con sobrepeso"-, pero esa citada revisión de su obra me llevó a darle la razón al cantante, quien siempre defendió que su carrera tuvo "una continuidad verdadera": "Lo que no tengo es lealtad estilística. Por eso la gente percibe que estoy cambiando siempre. Pero como un artista del artificio que soy, creo que tengo más integridad que muchos de mis contemporáneos".

Y ahí llegamos a otra palabra clave del universo Bowie: artificio. Ray Davies, el líder de The Kinks, escribió: "Buscar al verdadero David [Bowie] es como intentar encontrar a Harry Lime, el escurridizo personaje de El tercer hombre. Con cada disco, cambia su peinado, su apariencia y también su cerebro, que se manifiesta dentro de un ser diferente mientras explora diferentes partes de su psique". El periodista Preston Jones abundó certero: "La reinvención eterna, la mascarada sin fin obedecía a algo, a un objetivo: David Bowie no podría haber compuesto y actuado como él mismo; necesitaba convertirse en alguien más". El artificio, el personaje. Hoy, con las redes sociales y el diálogo entre el mundo real y el virtual, son conceptos que manejamos cotidianamente y que hace no tanto nos habrían resultado extraños, ajenos. Qué curioso que a David Bowie le llamaran tantas veces alienígena o raro. Quizás las palabras de Alejandro Simón Partal que recuperé antes tengas más de razón que de devoción.