Carmen Elías presentó en el Teatro Cervantes Al galope, de Teatre Akadèmia, un monólogo que retrata parte de la vida de Diana Vreeland, periodista y editora de moda de los años treinta a los sesenta. Hombres y mujeres poderosos que sin estar en centros de poder político influyen en la sociedad con su opinión o sus gestos y suelen ser vistos con cierto desdén. Casi siempre se les asocia a esa etapa de su vida en la que imponen criterios y atemorizan al personal. Pero, ¿de dónde han salido? Orígenes humildes, apoyos elitistas... Cada cual esconde lo suyo. Y en este monólogo de Carmen Elías se nos narra ese pasado del personaje de una forma coloquial y distendida. La actriz, magníficamente caracterizada, charla con los presentes en el patio de butacas con toda la naturalidad que su clase le permite. Porque, eso sí, el personaje es sincero, ella tiene clase, y eso la define y la pone en su sitio, a ella y al mundo que la rodea. Y eso es lo peor, porque en este instante, tras ser apartada de la cima, en la caída de los dioses, sin querer perder ni un punto de los ya ganados, tiene que asimilar la decadencia del poder y tragarse, como medida de salvación, lo que se le ofrece: un trabajo que la salvaría en su mundanal existencia pero que no está a su altura de su mundana concepción de la vida. Todo eso se desprende de un texto muy documentado y que nos va conduciendo mediante giros a conocer el interior de esta mujer. Y todo eso se desprende de una interpretación exquisita, llena de matices y muy elaborada, con giros, gestos y acento, que nos recuerdan a otros personajes. Otras reinas, de la misma índole y muy actuales. Es el de Carmen Elías un trabajo excepcional por la soltura con que se inviste y nos lo muestra. El pero: que todo ese trabajo, todo ese esfuerzo, carece de interés al rato. La historia de la mujer parece no avanzar, sí en su biografía pero no en los conflictos. Al final te quedas con la sensación de haber coincidido con una persona que te cuenta su vida y ya está. Pero falta el espectáculo, aun teniendo la función un ritmo bastante adecuado, aun contando con una escenografía bastante aparente, falta la chispa. No hay esos picos necesarios para que el espectador tome interés sobre «¿qué pasará al final?». Y no se entienden muy bien ciertos fallos de luz (o así lo parecían) que extrañamente dejaban a la actriz sin foco en sus ires y venires. Y también hay que decirlo, aunque lo resolvía muy bien, a la actriz parecía írsele el texto en alguna ocasión.