Los recuerdos guardan una estrecha relación personal, un punto de partida que liga con los sentidos y llegan a adherirse a otros hasta conformar una entidad mayor, colectiva, llamada memoria soldada por historia. Historia que tiene su foco en la sociedad que retrata, el reflejo de nuestro presente. La Málaga de finales de los ochenta tuvo todos esos ingredientes que nos mueven a celebrar, este año, el cuarto de siglo de la institución más prestigiosa y respetada con la que contamos, la OFM. En ella sigue volcada, a pesar de los vaivenes, la necesidad imperiosa de abrirnos al mundo a través de una cultura común sobre siglos de notaciones en papel pautado. Y aunque el tufo a fritanga llegue a hasta la entrada misma del Cervantes o nos hayan crecido los espacios museísticos hasta el ridículo, lo cierto es que esta celebración tiene un papel más reivindicativo que autocomplaciente. 2016 suena a gran música, y no es porque años atrás no fuera así sino porque se cumple el primer cuarto de siglo en las venas de esta ciudad de su Filarmónica. Circunstancia que invita a la reflexión, la síntesis y, como es natural, la reivindicación de un recurso cultural tan importante como es la orquesta. En este tiempo son muchos los cambios y transformaciones vividos; un álbum de imágenes que ha ido pasando del blanco y negro de las portadas de las editoriales a la inmediatez de las redes sociales. Sin embargo, hay rituales que no cambian, como tomar asiento y dejarte llevar por la fuerza de Beethoven, Mahler o Shostakovich interpretados por ese conjunto de profesionales que desde septiembre hasta junio acuden a su cita con el público malagueño desde hace veinticinco años. Paralela a la crónica oficial o la puntualidad de la efeméride habita esa otra narración más sencilla, menos pomposa, gracias a esos ciudadanos que con sus abonos y entradas viven momentos únicos cuya envergadura sigue justificando, cómo no, la vigencia de la orquesta.

Quienes crecimos con el amanecer del Cervantes, accedimos a un nuevo espacio cubierto hasta entonces por la actual Radio Clásica o los conciertos en la Sala Falla del Conservatorio Superior de Música, un contexto complicado entonces mantenido, a groso modo, por la actual OSP. De aquel sentimiento de abandono ha dependido buena parte de la fidelidad de muchos abonos. Pero aquella realidad ha transmutado a un escenario actual completamente distinto que pasa, irremediablemente, por una decidida renovación en forma y contenido, el acercamiento al público más joven pero también por la concienciación de todos los segmentos que articulan esta ciudad.

No son pocas las ocasiones en las que apreciamos en la OFM una escasa sensibilidad y un tibio sentido de la oportunidad, con proyectos que se resumen, comprimen o desnaturalizan hasta desdibujar su propio fin. Una institución como la Filarmónica debe estar atenta a las necesidades que le imprimen los tiempos, atender a una demanda cada vez más diversa de público y seguir ahondando en aquellas facetas que tan buena respuesta generan.

Con el proyecto del Puerto enfangado hasta las cejas, nada apunta a que el Auditorio sea la realidad planeada sobre el papel, y la verdad es que para vivir de la buena disposición del Cervantes -muy madrastra, por cierto-, podría ser interesante valorar la manzana del Astoria-Victoria como una alternativa real y razonable que contrarrestara ese parque temático en el que nos han convertido el Centro antes de que el supuesto interés cultural desemboque en otro nuevo complejo de caña y tapa. Porque la transitoriedad va a cumplir un cuarto de siglo junto al conjunto sinfónico. La Filarmónica precisa algo más que discursos vacíos atiborrados de buenos deseos, debe suponer mucho más que un adorno de fotos institucionales o atender a esnobismos de postureo. Su pervivencia pasa, por poner dos objetivos, por generar beneficios propios, con un modelo de financiación y gestión al que acceda el mecenazgo; la visibilización de la institución, con una presencia más activa no sólo en las redes, sino también entre los distintos foros y colectivos que conviven en la ciudad. Todas estas obviedades fundamentan la rentabilidad de la producción propia permitiendo valorar más en serio si cabe la capacidad artística del conjunto y justificar su mantenimiento. La Filarmónica no es un capricho, ni una pijada progre; es la respuesta a una demanda ciudadana de raíces muy profundas con la que hemos contraído un compromiso sin fecha de caducidad.

Un cuarto de siglo es tiempo suficiente como para percibir el cambio, la evolución que ha experimentado nuestra sociedad. Los principios que entonces concibieron la OFM precisan una constante actualización. Estos tiempos de crisis lo han señalado: las grandes acciones han degenerado de la visión de futuro a la voracidad del instante, que se devora a sí mismo con la misma celeridad con la que se improvisa otro. La cultura es otra cosa mucho más sencilla, más de a pie aunque como todo demanda cuidado y atención y adquirir ese tono irrenunciable. Para la inmensa mayoría de nosotros la Filarmónica trajo la carnalidad del repertorio tantas veces exprimido en discos o conciertos académicos. Un blanco y negro entonces que hizo música y que el color de hoy sigue haciéndolo con un instrumento de primer orden situado en la élite nacional y reflejo del resto de formaciones andaluzas.

La OFM nació en un nuevo escenario cultural junto con las orquestas de Córdoba, Granada y Sevilla, un acierto identitario pero, como todo, y cada vez de forma menos velada, vienen siendo cuestionadas y asfixiadas con desigual resultado. Quizás lo más hiriente sean esos argumentos extemporáneos como comparar a los músicos con inspectores municipales, o ser víctima de un marketing fruto de la incapacidad de gestión de un espacio como es el Cervantes, que ha hecho del humo su actual modus vivendi. Y si no cómo se digiere el ya tradicional doble programa Carmina Burana y Novena de Beethoven por la Sinfónica abreviada del estado de no sé donde, con coro y solistas de gallinero cuando esta ciudad posee dos orquestas y al menos dos grandes coros. A quién se le escapa que el primer concierto de este año se hiciese en otro espacio. El problema ya preocupaba en sus inicios y la lista, larga muy larga se extiende a otros ámbitos como la danza o la propia Temporada Lírica. Víctima y testigo, la OFM ha visto cómo sus ciclos de Contemporánea o las citas con la música antigua han ido mermando hasta desaparecer. Lo más evidente también se ha reflejado en las posibilidades del repertorio, solistas o el paso de batutas invitadas. Culpa también de los jabalíes.

También este año orquestas como la Filarmónica de Bergen están de aniversario: esa orquesta celebra dos siglos y medio de existencia pero comparte con la nuestra los valores de las sociedades que la hacen y viven; sociedades, distanciadas geográficamente, pero plurales y diversas, con lazos indisolubles con la música. Como decíamos al principio, la suma de sentimientos y de gestos personales puede revertir en otro cuarto de siglo más para nuestro orquesta. La Filarmónica necesita mantener su vínculo activo con la música y las artes de la ciudad y Málaga, dotar a su primera orquesta de los elementos necesarios para conseguirlo. El camino está más que iniciado: logros como la primera generación de directores malagueños o la creación del Concurso de Jóvenes Talentos son una buena prueba que debe ser completada, divulgada y, sobre todo, reivindicada en su justa medida. Celebremos este aniversario con la suficiente generosidad que nos brinde otros 25 años.

*Alejandro Fernández es crítico musical