Para entender por qué al estadounidense Ambrose Bierce le aliteraron sus contemporáneos con el adjetivo "amargo" ("Bitter Bierce") baste leer su brevísima transformación de la fábula en la que una madre amenaza a su hijo lloroso con tirarlo por la ventana para que lo devore el lobo. Si en la pluma de Esopo la amenaza acaba convertida en canto de amor materno ("si viene el lobo, hijo, nos lo comeremos") y en perplejidad lupina ("en esta casa dicen unas cosas y luego hacen otras muy diferentes"), en manos de Bierce son la madre y el hijo quienes aterrizan en las fauces del cánido salvaje cuando el padre de familia regresa borracho al hogar desde la taberna. Podrán comprobarlo -y muy probablemente gozarlo si sus neuronas no confunden sátira y loa tras una fanática quiebra de sinapsis-cuantos se acerquen a la reedición de 99 fábulas fantásticas que acaba de poner en el mercado Libros del Zorro Rojo, en sugerente edición ilustrada por el inquietante Carlos Nine.

El amargo Bierce (1842-1914), monarca de causticidades, desasosiegos y terrores macabros, se ganó cuento a cuento el apelativo y, con él, un sitio en la memoria de los tiempos, donde su misántropa ironía no deja de crecer cien años después de su muerte. Es fácil imaginarle de noche sobre su tumba regalando muecas a la legión de sus contemporáneos tragados por el olvido. Su pluma, célebre en vida y asociada a joyas como Cuentos de civiles y soldados o El diccionario del diablo, se alimentó del odio infantil a una familia opresiva marcada por el calvinismo, se afiló en los combates de la Guerra Civil estadounidense y se robusteció en el ejercicio del periodismo y la debelación de políticos corruptos -perdón si juzgan que hay redundancia- desde las páginas del célebre San Francisco Examiner, mascarón de proa del imperio mediático de William Randolph Hearst. Más tarde, ya en el siglo XX, sus huesos se perdieron en alguna parte del México revolucionario de Villa y Zapata, adonde llegó dejando tras de sí una estela de narraciones que le emparentan con Poe y Hawthorne, pero también con Melville y con su amigo Mark Twain, a la vez que le vuelven precursor de Lovecraft, junto a quien reposa en el panteón de los magos del horror.

Las 99 fábulas fantásticas seleccionadas por Marcial Souto entre las casi 250 que compuso Bierce muestran cómo este molde fue su favorito para asaetear políticos. Lo hace tanto en las protagonizadas por conceptos o individuos arquetípicos ("El Principio Moral y el Interés Material" o "El Jefe del Partido y el Caballero") como en las que bajo un título tradicional ("El León y el Ratón") recrean incidentes del mundo que Bierce conoció (un juez perdona a un ladrón que, convertido en juez, le perdonará cuando se vuelva ladrón). Sin embargo, a veces la misantropía del amargo Bierce desborda la cloaca sicaria para derramarse sobre todos los accidentes del fango humano, como muestran las historias agrupadas bajo el título de "Aesopus Emmendatus", en la que se incluye la que da inicio a estas líneas. Unas y otras encuentran en los pinceles del argentino Nine un espejo despiadado cuyos reflejos mantienen a la amígdala en permanente alerta de peligro.