Teatro A La Plancha puso en escena en el Teatro Echegaray la obra Los perros bajo la dirección de Selu Nieto a su vez autor de la pieza. La historia -nos cuentan en la sinopsis- está situada en los años treinta en la Alemania que ejecutó a miles de personas recluidas en sanatorios mentales. Allí, desamparados, están los protagonistas, a la espera de quién sabe qué acontecimiento que los saque del aislamiento y abandono en que han quedado. Son los tres últimos del hospicio, creen ellos. Eso en la sinopsis, realmente podía pertenecer a cualquier lugar, en muchos lugares ha habido gente a la que esconder y de la que deshacerse. Lo cierto es que viven, ante nuestros ojos, un periplo personal y un recorrido circular por el propio edificio en el que se encuentran buscando una salida, una huida. Es una decisión solemne, que les lleva a recorrer un camino donde afloran las incertidumbres y los temores. No conocen nada más.

Por un lado el miedo a desobedecer la autoridad moral de los que los han protegido siempre, sus carceleros, por otro el deseo de conocer lo que intuyen como una vida mejor. Algo legítimo en todo ser humano. Las decisiones siempre son difíciles. La trama, expresivamente resuelta, tiene una puesta en escena muy cuidada. Hay una magnífica interpretación por parte de los tres intervinientes, que además se debe a una interrelación en la que todos toman prestado del otro no sólo la construcción física sino la emotividad de los personajes. Preciosa construcción de tipos. También in duda logran con la simplicidad de los planteamientos y disquisiciones verbales atrapar al espectador en una mirada tierna que complica aún más el extremo de su miseria.

La dirección, además ha conseguido una puesta en escena resolutiva y estéticamente atractiva. Hay algo que se nos antoja influencia en la estética del teatro de Juan Dolores Caballero, el genial director, en esa construcción grotesca y la creación escultórica de grupos.

Y hay algo por otro lado que nos recuerda al lenguaje de La Zaranda, en esa prosa poética plagada de repeticiones que provocan el ritmo interno de la obra. Pero ambas en todo caso bien conjugadas y con un aire propio que ofrece como resultado un espectáculo especialmente sensible y delicado. Es esa crudeza de la realidad presente o pasada que puede temerse como repetible o persistente, pero representada con la belleza que nos permite asimilar mejor lo más desabrido de nuestra historia. Como un jarabe, un purgante, pero con sabor a frutillas.