Mary Frances Kennedy Fisher no es cualquiera. Uno revuelve en la montaña de libros que se han escrito a lo largo de la historia sobre gastronomía -si lo quieren simplemente comida- y son apenas media docena los elegidos que se encuentran en la cumbre. Una de ellos es M.F. K. Fisher, nacida en 1908 en Albion, Michigan, autora de El arte de comer, el maravilloso volumen que engloba los cinco grandes episodios que escribió sobre alimentos y cocina, y que Auden definió como la mejor prosa de Estados Unidos.

Gracias a M.F.K. Fisher y a sus estupendas reflexiones aprendí apreciar aspectos en los que no había reparado y que me hicieron disfrutar más que los propios bocados a los que, en muchas ocasiones, se referían. Fisher era francófila, hubiera querido nacer seguramente en Aix, donde pasó temporadas, y admiraba a Brillat-Savarin. De hecho, en el aperitivo de su gran obra explica que existen dos clases de libros sobre la comida: lo que intentan imitarlo y los que no. Los primeros, cuenta, sustituyen el ingenio de Brillat por bromas, y sus deliciosas anécdotas por recuerdos insulsos. Los segundos, agrega, son burdos donde él habría sido delicado y prefieren recurrir a las estadísticas más toscas que a las observaciones agudas. Ella, Fisher, simplemente quiso escribir un libro sobre la comida, sobre qué comer y acerca de la gente que come. Y le salió, créanme, uno de los grandes trabajos de la humanidad, en un tono ameno, admirable, que permite saborear la literatura que impregna y ofrece el lento deleite de los libros que aguardan en un lugar privilegiado de la estantería y que nunca se agotan. Por ejemplo, nadie ha escrito con tanta precisión, conocimiento, claridad y apetito sobre las ostras.

Podría contarles que por gentileza de esta estupenda dama puedo perorar sobre cómo cocinar un lobo. No es nada comparado con la admiración que provocó en generaciones de escritores, desde el citado W.H. Auden a Foster Wallace, que se inspiró en su forma de postular los alimentos en su relato sobre las langostas de Maine. Que influyó en cocineros y gastrónomos, entre ellos Julia Child a James Beard. Todos ellos formaron parte de una conexión francesa, french connection, que enseñó a muchos americanos a ser bastante más ambiciosos en el gusto y a descubrir la cocina con mayúsculas.

M.F.K. Fisher, de soltera Mary Frances Kennedy, huyó en 1929 de su casa familiar de California a Francia acompañando a su primer marido. Allí pasó los siguientes años de su vida descubriendo lo que se podría calificar como una cultura epicúrea. Aprendió a combinar el amor por la comida con la pasión por la escritura. Bella e impetuosa, Fisher bebía vinos borgoñones, bordoleses y también jerez, aprendía el idioma francés y comía de todo lo que hasta entonces no había probado, caracoles, soufflés y patatas fritas en mantequilla de verdad. Mientras tanto se preocupaba de tomar notas.

En sus libros supo evitar el apelotonamiento de recetas -los recetarios sin más son un lamentable coñazo, para eso ya está el Larousse Gastronómico- en favor de una amalgama de memorias, viajes, ensayos y, como es natural, reflexión sobre la comida. Entre trago y trago, sólo por el hecho de venir a cuento, colaba una receta oportuna. Orville Prescott, un quisquilloso articulista del New York Times observó en 1942, en su reseña de Cómo cocinar un lobo, que los escritores de libros de comida no eran conocidos por su talento para la escritura hasta que una señora de firma austera, M.F.K. Fisher había decidido hacer su revolución en el campo de la cocina literaria. Para ella, el de la comida no era sólo un lenguaje sugerente, sino único al ahondar sutilmente en otros aspectos del comportamiento humano y la vida.

En 1970, cuando la alimentación en Estados Unidos enderezaba su rumbo hacia la modernidad, M.F.K. Fisher, en compañía de Julia Child, el escritor gastronómico James Beard, la experta en alimentación Simone Beck, la editora Judith Jones, familiares y amigos, levantaron en Provenza sus copas de sauternes para brindar por la conexión francesa. Lucas Barr lo evoca en un libro (Provence, 1970), hermoso y sentimental, que tiene como fin no sólo rendir un homenaje a la amistad epicúrea sino también agradecer la influencia francesa en la dieta americana gracias a quienes en su día la impulsaron contra viento y marea.

Los buenos libros de cocina se leen como si fueran grandes novelas. Obviamente no estoy hablando de tanto recetario inútil de cocineros y blogueros que inunda las librerías, me refiero a los libros que toman características prestadas de otros dos géneros radicalmente opuestos entre sí, como son la enciclopedia y la confesión. Por decirlo de otra manera, la historia personal, las memorias. El mundo clasificado de los conocimientos, por un lado, el ego, por otro. Así, partiendo de ese concepto, se han escrito verdaderas obras maestras, como El arte de comer. Si ponen en duda lo que digo lean Sírvase de inmediato, ¡Ostras!, Cómo cocinar un lobo, Mi yo gastronómico, Un alfabeto para gourmets, la colección de joyas engarzadas de M.F. K. Fisher y acabarán dándome la razón. Si ya tienen asumido lo que les cuento seguramente habrán oído hablar de esta gran señora de la literatura y de la comida.