Tenía 8 años. Mientras sus amigos montaban en bici y jugaban a las carreras él dibujaba, siempre con la tiza en la mano. Sin buscarlo, entre un dibujo y otro, nació el artista. Sus últimos cuadros, obras selectas que fue rescatando estos dos años, cuelgan de las paredes de la Sociedad Económica de Amigos del País, medio siglo después de que lo hiciera por vez primera: «Tenía que ser en la Económica, por el romanticismo», habla inquieto Juan Béjar.

Su nombre está ligado a la búsqueda del enigma, al misterio de la realidad que presenta. Pero nada así. Él es artista, luego pinta libre: «Esto lo pinto porque es lo que me sale. Yo no voy buscando nada, yo encuentro, como decía Picasso».

Y se encontró, representado, en esos cuerpos hinchados, hieráticos, de niños que no quieren crecer. Como le ocurría a Oscar Matzerath en El tambor de Hojalata, infante neurótico de Günter Grass. Su obra es un cúmulo de arte, en todas sus formas. Se le escapa Kafka, influido por su metamorfosis, pero también se emociona con la juventud reclamada de Paolo Sorrentino, su canto a la vida con La gran belleza. Siente y lo padece pintando, ahí van sus emociones: «Esto es un conjunto de toda una vida».

El conjunto son «bombones envenenados», como él llama a sus cuadros, «son una trampa, en ellos nada es lo que aparenta». La estática de sus personajes converge con la movilidad del fondo, es quien cuenta la historia, nunca con final feliz: «Creo alrededor de ellos un ambiente enigmático para reivindicar todo un mundo que se complementa».

Por cada «bombón», un mes encerrado: «El pintor es una persona muy solitaria, nuestro trabajo nos obliga a la soledad». Dice ser una persona sencilla, una sencillez imposible cuando se ve reflejado en la complejidad de sus cuadros. La contradicción se entiende: «Los pintores somos unos mentirosos. Hacemos mentiras para crear verdades». Su obra, pues, es una bella mentira. Guste o no, al menos, no deja indiferente. Y eso, para él, es suficiente.

No es tan conforme, por contra, consigo mismo, una insatisfacción hecha fantasma: «Es un poco masoquismo. Yo empiezo un cuadro con mucha ilusión, creo que va a ser el mejor cuadro de mi vida. Cuando lo voy acabando pienso ´otro fracaso más´». De ahí se lanza al siguiente, sólo así vive: «Cuando el artista piensa que le gusta lo que está haciendo está muerto».

Conforme avanza la charla, interrumpida cada poco por los allegados que se le acercan, se entiende aquello de la Memoria de los sentimientos, nombre de la colección que protagonizan los «desheredados de la historia». Seres que se reinterpretan en distintos papeles, disfrazados de sí mismos en un inmovilismo que el espectador espera que se rompa, una rebeldía por la acción pintada a sus espaldas, en forma de juegos infantiles, vegetación o animales que aguardan.

Sus sueños venideros los espera despierto, nada de tener los ojos cerrados: «Soy un insomne con sueños. Me gusta soñar despierto». Y en la vigilia, a veces frustrada por el inconformismo de su condición, no quiere olvidarse de la lección que aprendió del conocido argentino. «Yo he sido lo peor que un hombre puede ser en la vida: no ser feliz», le escuchó una vez a Borges. Le pareció tan duro que lo convirtió en su lucha diaria, aún sumido en la soledad de su estudio, aún condenado a la complejidad del artista: «Antonio Machado decía que había que tener el estómago lleno y la cabeza vacía, y yo no quiero tener la cabeza vacía».

Conecta con el mundo real relajándose con sus amigos, con su mujer, que es cuando saca la guitarra y se arranca a cantar. Ahora quiere irse a Viena, «a tomar cerveza, pasear y ver arte». Y de repente aparece el Béjar adolecente, el autodidacta, el que se escapaba a los museos y el que se marchó con 17 años a otra parte a pintar lo que le gustaba.

Le nacía de dentro. Como el susto que se le repite con cada exposición: «A mí me da miedo enseñar, no tengo argumentos para vender mis cuadros». Lo suyo es una maraña, así es Juan Béjar; un buscador de la felicidad que pinta cuadros sin final feliz.